Sabina
Saldrá con su bombín y la guitarra al hombro. Perilla en dulce, flequillo de jovenzuelo travieso en la frontera de los cincuenta y diez adosado a la frente, unas canillas que todavía le aguantan los bamboleos rockeros de su cuerpo serrano y la voz rota por cantar y cantarse a sí mismo las cuarenta. Joaquín Sabina, ese rey de la gloria que se despeña por los barrancos, ese truhan de la copla y la verdad desnuda, reaparece el martes en Madrid, su casa, su cuadra, su peña y su alquitrán, para presentar Vinagre y rosas, para recordarnos que sigue militando en la canción como obra de arte, como único y auténtico camino de salvación y perdición.
Este pollo chulapo, castizo y bibliofilo, alético tan optimista como pesimista, no conoce el significado de la moda ni la tendencia. Sabina es un clásico del verso y el acorde. Son sus verdaderos aliados a la hora de demostrar que la ley para perdurar es la brillantez sorda ante los sobornos estéticos. El desgarro filosofal permanente sin pose y la sensibilidad de ronco romántico en armas contra la cursilería, silbada a los cuatro vientos.
Pocos quedan a su altura que hayan cantado tan a la perfección la crónica de esta ciudad
Una canción es una cosa muy seria. Si sale buena, no la podemos considerar mercancía que se vende, ni, mucho menos, sólo se descarga. Sino algo que se te pega a la cabeza, te transforma y no lo sueltas hasta el día que caes al hoyo. Con ese ánimo hay que alumbrarlas. Como si te fuera la vida en ello. Así las concibe Sabina y por eso luego, nosotros, nos las llevamos en el oído y en las maletas. Después las intercambiamos sin precio en cualquier barra que nos sirva de embajada. Por esos inesperados cruces de caminos, entre Úbeda y Madrid, Finisterre y Cabo de Gata, de arriba abajo, entre Nueva York y la Patagonia, a lo largo y ancho de los territorios de La Mancha, siempre encuentra alguien a un sabinero impenitente dispuesto a compartirlas a viva voz.
A él le salen de la cabeza en ramo. Las huele, las piensa, las pare, las enlata y luego las suelta al aire con esa voz que hace años sonaba a la de un golfo con aires de dandi callejero. Después se fue quebrando y encontrando un timbre propio, que no es ni bueno ni malo. Simplemente, la recia e incomparable marca de la casa. Se la ha esculpido con cuidado. Muy probablemente a fuerza de, como dice mi querido Antonio Lucas, haber dejado correr el whisky en procesión por la garganta. Y también la nicotina en desbandada por la laringe y el sentimiento a calderazos por los poros. Por eso suena ahora como suena: a ángel caído, a trueno preñado de lluvia fina en tiempos de sequía y frivolidad. De soniquetes tan huecos como pegadizos, de letra sin palabra.
Vuelve Sabina al escenario de Madrid y nosotros bajaremos a rezarle como a ese santo pecador que nos inspira, nos acompaña y nos consuela. Como a esa reliquia viva y libre que nos deja en cueros a base de crudeza, piedad y ternura por la especie. Allí estaremos preparados para la liturgia, prestos a orar en letanía las desdichas de sus Princesas y sus Magdalenas, las cuitas de sus delincuentes, sus piratas y sus hombres de traje gris. Dispuestos a pasear por la calle melancolía y el bulevar de los sueños rotos, bien organizados para echarle aunque sea vinagre a esas nuevas rosas que ha compuesto junto a Benjamín Prado. Animados aunque con un nudo en la garganta para cantarle esa rumba que le han dedicado ambos al gran Ángel González: "Cuando volvía del extranjero, tan forastero, a las dos no era de día, a las seis no era de noche. ¡Viva el derroche! ¡Muera el dinero! Y le aplaudían los camareros...".
Pocos quedan a su altura que hayan cantado tan a la perfección la crónica de esta ciudad que viaja en metro a diario del cielo al infierno. Desde los setenta al siglo XX, Sabina ha puesto su oído fino al servicio de la calle y no ha dejado de retratar el alma de este Madrid machacado por administradores que lo utilizan como trampolín y lo vacían de contenido. En mitad del barullo, del quiero pero no puedo, en este, como decía Cela, cruce entre Navalcarnero y Kansas City poblado de subsecretarios, Sabina resulta un notario de los callejones y las esquinas. Nos proporciona una verdadera identidad. Nos convoca y nos refleja. Nos eleva la autoestima, nos acaricia y nos saca los colores. Nos atraviesa y nos perturba.
Dice que, después de esta gira, no le vamos a volver a ver tan a menudo sobre un escenario. No le hagan mucho caso. Lleva la comunión con su público en la sangre. Tan joven y tan viejo, like a rolling stone. Las cuerdas de la guitarra pegadas a los dedos. Madrid y su especie colgada del sombrero.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.