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Columna
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Sabina sin bombín

Lo primero que habría que saber es si cuando estaba en la cama del hospital llevaba puesto el bombín, porque eso lo explicaría todo. No me preocupan las botellas de suero, ni las máscaras de oxígeno, ni los electrocardiogramas, ni siquiera esos despóticos camisones blancos que te dejan el culo al aire y, en consecuencia, te vuelven obediente, un poco derrotista. No, a mí lo que me preocupa es el bombín, saber si cuando lo metieron en la UCI del Ruber Internacional con una afección de neuronosequé, Joaquín Sabina llevaba puesto ese sombrerito con el que parece una mezcla de tahúr, Jimmie Rodgers, duque inglés y personaje de 13 Rue del Percebe. Me apuesto algo a que sí se lo dejó puesto; y si no fue el bombín sería otra cosa, un paquete de tabaco escondido en la almohada, una armónica Hönner entre los termómetros y las agujas o unos pantalones de falsa piel de leopardo puestos debajo del pérfido camisón. Imposible imaginarse a Joaquín Sabina afligido y sumiso, rodeado de gladiolos, con el ¡Hola! en la mano y los ojos puestos en un televisor de monedas.

A mí me gusta Joaquín y soy su medio-hermano/medio-compinche desde el ochenta y pocos, lo cual, la verdad sea dicha, empieza a ser fácil ahora que, como diría nuestro amigo y maestro común Jaime Gil de Biedma, de casi todo hace ya veinte años. Desde luego, Sabina me gusta, para empezar, por lo mismo que a muchos de ustedes: por su talento, su cruce de Bob Dylan y Campoamor, de Gardel y Neruda. Y Joaquín, el tipo que hay de Sabina hacia adentro, me gusta por muchas razones de tipo personal que no voy a contarles ahora y que incluirían algunas canciones hechas a cuatro manos, algunas madrugadas en un estudio de grabación, un extraño viaje a Guadalajara con Rafael Alberti, muchos conciertos, muchas cenas mexicanas, dos mil noches y un par de nocheviejas en el bar Elígeme, una nevera saqueada en un hotel de Cádiz y un millón de copas, canciones y poemas compartidos en esas casas sucesivas que ha ido teniendo en Madrid y por las que uno siempre puede dejarse caer cuando el resto de los refugios ya han cerrado, con la seguridad de que te van a recibir con los brazos abiertos y gritándote desde lo alto de la escalera: '¡Me encanta que vengas a horas intempestivas!'.

Pero les iba a decir que una de las razones por las que me gusta Sabina es porque resulta difícil imaginárselo en un hospital, seguramente porque Joaquín es justo lo contrario de todo eso, lo contrario del dolor, las enfermedades, el pesimismo, el miedo. He dicho Joaquín pero podría haber dicho sus canciones, porque una de las cosas que he descubierto sobre él en estos veinte años es que no hay ninguna diferencia entre unas y las otras: a este hombre lo pueden acusar de lo que sea, menos de ser un falso o un mentiroso, y apostaría algo a que, además de por su talento, la gente lo quiere por su rareza, por ser uno de los pocos seres de carne y hueso que aún habitan el paraíso de cartón piedra del negocio musical, tan lleno de espantapájaros, toreros de salón, flores de un día, mujeres disecadas y horteras de diseño. Galdós parecía estar hablando de él cuando dijo que hay personas que son como una flor tropical trasplantada al duro Norte.

Y, por supuesto, Joaquín está en este artículo porque Joaquín es Madrid, o al menos el viejo Madrid, aquella ciudad excitable que, a partir de cierta hora, pertenecía a los que no quieren ser de ningún sitio, los que sólo buscan un lugar donde ser felices con lo que hay, con lo que se puede tener alargando la mano. Felicidad es la palabra que mejor explica a Joaquín Sabina, lo explicaba cuando lo conocí tocando en un bar de debajo del Viaducto y lo explica ahora que llena plazas de toros y campos de fútbol de aquí, de Buenos Aires, de Ciudad de México. Llámenle lo que consideren conveniente, envuélvanlo en cualquiera de esos adjetivos que parecen definirlo también, golfo, calavera, vividor o crápula, y estarán diciendo lo mismo, estarán hablando de alguien que busca la felicidad sobre todas las cosas, una felicidad a la que no le hacen falta ni chalés ni ferraris ni perros de raza, sino sólo un par de amigos y un cenicero. A veces, para llegar adonde uno quiere sólo hace falta darse cuenta de que, como el propio Sabina dice en uno de los sonetos que publicará dentro de unos meses, 'dos y dos suman todo menos cuatro'. ¿Saben lo que lleva Sabina debajo de su bombín? Otro bombín.

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