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Adiós al Fuyma

No por anunciado resulta menos triste el cierre de la cafetería Fuyma de la plaza del Callao, que es el cogollo de la Gran Vía. Con el Fuyma desaparece, entre otras muchas cosas, uno de los últimos establecimientos de su género, híbrido de la transición del café tradicional a la cafetería moderna, transición que se inició y alcanzó su momento de esplendor en esta Gran Vía, recién rebautizada entonces como avenida de, José Antonio.Hace un par de años, quizá tres, entrevisté al encargado de Fuyma con motivo de una serie publicada en este periódico. sobre bares, cafés y tabernas de Madrid. Para llegar al despacho del responsable del establecimiento había que atravesar unos salones en penumbra, una zona en desuso que hablaba sobre tiempos mejores; aunque el librillo, en blanco, dorado y rojo, del salón principal se mantenía casi incólume. A través de los grandes ventanales los transeúntes podían asomarse, como en un acuario, al interior de un mundo diferente, a un escenario milagrosamente preservado en el tiempo.

El encargado del Fuyma se mostró, entre añoranzas y lamentaciones sobre el estado actual de la Gran Vía, un libro de firmas en el que, durante casi medio siglo, habían ido anotando su paso por el local los turistas que venían de Puerto Rico. Impresiones sobre la ciudad, sus monumentos y su gastronomía mensajes de hermanamiento con la madre patria y la antigua metrópoli, sorprendentes encuentros, anécdotas y felicitaciones. Impresionantes rúbricas de diplomáticos, empresarios y banqueros, firmas de indianos, caligrafía de ex alumnas de las monjas. Memorias de unos años en los que la paridad de la peseta con las monedas de ultramar favorecía un turismo centro y suramericano, especialmente rumboso y agradecido, que venía a ocupar las plazas vacantes que habían dejado los antiguos clientes: señoritos golfos que habían sentado por fin si no la cabeza al menos el cuerpo en un sofá frente al televisor a causa de la edad, ex estudiantes que hace años que ya habían, aprobado notarias o regresado a su casa natal cabizbajos y dispuestos a casarse con su novia de toda la vida y a buscarse un enchufé de funcionarios o chupatintas, gentes de la farándula, artistas de cine, periodistas y, por supuesto, mujeres, mujeres de la vida, por abusar del eufemismo, pero es que recuerdo las palabras del discreto encargado de Fuyma que se resistía a englobar a aquellas señoritas, elegantes, educadas y casi siempre discretas, bajo un. epíteto más duro y probablemente más aproximado a la realidad. Señoritas que forzadas por la necesidad económica, por el hambre, que es mala consejera, alternaban en las noches del centro. Muchas veces hijas de los perdedores, inicuo botín de posguerra en manos de los vencedores, de los que se enriquecían con el estraperlo, de autoridades militares o civiles, pero sobre todo de sus hijos, malos estudiantes que dilapidaban la recién adquirida fortuna familiar y disipaban cualquier atisbo de mala conciencia en sexo, alcohol o cocaína.

El encargado de Fuyma, director de una plantilla veterana y profesional, no juzgaba. Desde la discreción que impone su oficio, acostumbrado a ver las cosas desde el otro lado del mostrador, aseguraba que, en aquellos tiempos, había más educación y mejor gusto, y probablemente, añado, mejores propinas. Por las aceras de la Gran Vía ya no se ven aquellas parejas maduras y burguesas que asistían a los cines de estreno en la sesión de noche y aprovechaban para merendar, cenar o tomar una copia en sus cafeterías. Ahora, el cine es patrimonio vespertino de pandillas adolescentes y alborotadoras que consumen palomitas y hamburguesas, nunca sandwiches o tortitas con nata. Que son capaces de pedirle una pizza al desolado camarero del café, al que su profesionalidad le impide contestar a la demanda con un improperio. En el menú diario de Fuyma figuraba el cocido, un cocido honrado y asequible, aunque la clientela solía decantarse por las paellas. Hoy han desaparecido. definitivamente los indianos y ha disminuido considerablemente el turismo familiar, hispanoparlante de Puerto Rico, México o Venezuela. Fuyma tiene que cerrar y someterse al dictado de las pizzerías y los burgers, las bocaterías y también los horrendos museos y galerías del jamón, palacios del embutido, emporios de la cultura del cerdo celtibérico que comparten los bajos de la Gran Vía con templos y oratorios donde se rinde culto al dinero: oficinas de cambio, sucursales bancarias y salones de juegos.

Hoy, las multitudes que pasean arriba y abajo de la Gran Vía tienen prisa, prisa para comer, para trabajar, para ir al cine, prisa para regresar a sus casas, prisas para ir de compras. No tienen tiempo para sentarse tras los cristales de Fuyma y contemplar las prisas de los otros. El paisaje de la Gran Vía sigue siendo un paisaje colorista, incluso chillón, bajo el sol de la primavera y el verano: guiris pálidos con camisetas estridentes, pantalones cortos y gorras de visera, rubias walkirias, nacionales o de importación con sucintos y provocativos atuendos, jóvenes deportistas adictos a la fosforescencia. Todo un contraste con el tono ceniciento de los que se camuflan en las esquinas, de las bocacalles, o bajo las marquesinas de comercios clausurados, para no llamar demasiado la atención. Sombras marginales que se irán haciendo más osadas, protegidas por la noche, para mendigar o para vender, cuerpos, delirios o simplemente tabaco de contrabando. Hay más miedo que inseguridad, miedo en los vagabundos y en los yonquis que deambulan sin rumbo, y miedo en los que aceleran el paso o se bajan de la acera al llegar a sus proximidades.

Todo es cuestión de modales, como suscribiría mi amigo el encargado de Fuyma, hasta la delincuencia. Aquellos educados carteristas de agilísimos dedos que saludaban con un sombrerazo al individuo al que acababan de aligerar sus pertenencias. Aquellos timadores de exquisita labia y finos modales que inventaban sus mejores trucos en las mesas de los cafés y perfeccionaban con imaginación las viejas técnicas de la escuela de Monipodio. Ésos no volverán.

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