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Columna
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Fin de curso

Ya pasaron los temibles exámenes, o están a punto de cerrar la época ominosa que para parte de la juventud consiste en soportar la incomprensible ordalía de una comparecencia que contraste el grado de su sabiduría, trámite tanto más arduo cuanto que la mayoría se tropieza con estas fechas como si despertaran en medio de una aurora boreal. Las cosas han cambiado y de poco sirve una remisión a épocas pasadas, porque poco se parece hoy al tiempo ido. Por ese mecanismo de la memoria remota, uno tiene cierto recuerdo, probablemente infiel, de los tiempos de estudiante y de la impresión catastrófica que producía la proximidad de los exámenes, aunque me parecen sensaciones y sentimientos simplemente parecidos, no iguales.

El suspenso era una maldición, no sólo para el estudiante, sino para el resto de la familia

Apelando a la bondadosa curiosidad de los lectores, intento volcar en estas cuartillas lo que encuentro esparcido entre tan lejana experiencia. Para empezar, no hay tales cuartillas; eran un formato de papel extinguido que presidió buena parte de nuestra vida, especialmente la dedicada al periodismo activo de reportero. Por ridículo que parezca se trataba de fragmentos obtenidos, en los diarios, del sobrante inicial o final de las bobinas de papel continuo. Hace setenta años, por evidentes razones de escasez, guerras y todos aquellos ingredientes que formaban nuestra existencia, eran de grosera textura, la mitad del tamaño folio, amarillentas y que los plumíferos llevábamos en el bolsillo de la chaqueta, junto al lápiz, la estilográfica y, finalmente, el bolígrafo.

Por razones que nunca se me consultaron, el ingreso y el primero de Bachillerato, los cursé por libre, en el instituto de San Isidro. Tiempos en que los alumnos comparecían ante el múltiple tribunal formado por los diversos catedráticos o examinadores de las diferentes materias, instalados ante una larga mesa, sobre la tarima en el paraninfo del Centro. En aquel Madrid que iba a despedir a una monarquía alternaba con otro, el Cardenal Cisneros, adjunto físicamente a la reducida y sabrosa Universidad de la calle San Bernardo. Los alumnos, en la indecisa pubertad, pasaban ante aquellas efigies inquisidoras y aburridas, extraían tres bolitas de una bolsa, las cotejaban con el programa y elegían uno de los temas para contestar. A estas alturas ignoro cómo podían deducir de esta ceremonia los conocimientos que el desdichado escolar poseía sobre la materia, pero las cosas eran así. Del curso segundo al cuarto formé parte del rebaño que pastoreaba una institución semilaica o medio religiosa, donde quizás ya íbamos organizados por comportamiento anual y eso ofrecía algunas pistas a los examinadores. Los dos últimos fueron despachados en un instituto público de Segunda Enseñanza, ya en la Segunda República.

Los recuerdos, a tan larguísimo plazo, son forzosamente inconcretos, pero queda un lejano eco de que los chicos de entonces, por presiones familiares y sociales, cuando abordábamos la Segunda Enseñanza, intentábamos, quizás instintivamente, aprovechar una ocasión que no alcanzaba a toda ni a la mayoría de la población. Mi memoria de aquellos tiempos es borrosa y dominada por la aceptación, sin entusiasmo pedagógico, inconsciente de que mi porvenir, nuestro porvenir generacional, dependía de aquellos saberes que intentaban inculcarnos. Iba unido a la permanente coacción doméstica, los "deberes" que cumplimentar en el hogar, la preparación de exámenes parciales y la llegada, como catástrofe anunciada, del tiempo de exámenes.

La mayoría recurría al expediente de las "chuletas", el soplo del compañero, angustia mantenida hasta que el bedel repartía las notas, leyendo nuestro nombre a grito pelado. He visto, por televisión, reportajes que se repiten cada año y en lo que más descubro diferencias con los estudiantes de hace setenta o más años es en que, al menos durante unas horas o pocos días, nos reprochábamos -sin el menor propósito de enmienda- no haber estudiado de forma regular y continuada durante los largos meses anteriores. El suspenso era una maldición, no sólo para el estudiante, sino para el resto de la familia. Me ha dado la impresión de que en nuestros días, en apariencia, les trae completamente sin cuidado a los futuros viejos del mañana.

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