La democracia amordazada de Lizartza
Los vecinos de un pueblo 'abertzale' de Guipúzcoa callan ante la amenaza de muerte que pesa sobre su alcaldesa, del PP
Los 600 vecinos de Lizartza adoran las flores. Ramos de jazmines y rosas de distintos colores, cuidados con evidente mimo, engalanan sus balcones y los muros de las casas, allí donde las fotografías de los presos etarras dejan sitio. Algunos de esos vecinos, después de regar sus flores, vuelven la cabeza y escupen contadas palabras de odio cuando se les pregunta por su alcaldesa, Regina Otaola, del PP, amenazada de muerte desde que tomó posesión del cargo hace casi tres meses. Pero la mayoría ni siquiera acepta conversar con el forastero. Bajan la vista, aparcan el euskera por un momento y usan el castellano sólo para murmurar: "No".
En Lizartza, feudo tradicional de Batasuna en el corazón abertzale de Guipúzcoa, gobierna de forma insólita el PP porque éste fue el único partido que se presentó a las elecciones del pasado mayo. Ni PSE ni PNV concurrieron, y la lista de ANV (el partido bendecido por Batasuna) fue declarada ilegal. Al PP sólo lo votaron 27 personas, un apoyo más que precario pero suficiente para darle la alcaldía ante la ausencia de alternativa. Hubo 142 votos en blanco (la opción que defendía el PNV) y 186 nulos, que ANV se adjudica como propios. "Otaola no será nunca la alcaldesa de Lizartza", advirtieron los dirigentes abertzales tras los comicios.
Un batallón de policías y escoltas acompaña a Otaola cada vez que pisa el Ayuntamiento
"¡Estábamos muy bien antes de que la puñetera ésa nos visitara!", protesta una mujer
Sí es la alcaldesa, aunque no vive en el pueblo y sólo va por allí un par de horas a la semana. Desembarca acompañada por un batallón de 20 ertzainas, escoltas y policías de paisano que literalmente toman la plaza del Ayuntamiento para protegerla. No puede pasearse por las calles de Lizartza -"es pronto para eso"-, no habla prácticamente con los vecinos, no sale del búnker de su impersonal despacho, que "seguirá siendo impersonal" porque no va a llevarse allí nada suyo. "¿Y qué pongo? ¿La foto de mi familia, como haría cualquiera? Obviamente no, no pienso poner aquí la foto de mi familia... Ya tienen la mía y es suficiente", explica esta mujer menuda, de aspecto frágil y voz firme, sin citar expresamente el fantasma de la amenaza etarra.
Y eso que ella está convencida de que "los proetarras son minoría" y de que los vecinos de Lizartza -"en el fondo, en privado"- se solidarizan con su alcaldesa. Muy en el fondo, sin decirlo ni demostrarlo. Cuando el visitante intenta preguntar por el tema, la respuesta es el silencio. Si se trata del silencio del miedo, el de la indiferencia o el de la violencia, es difícil juzgarlo.
"No, no te puedo decir nada", responde apresurado un hombre desde el interior de su garaje, y sigue atornillando con fuerza una pieza del coche. "Pues está todo tranquilo, como siempre", dice con disgusto la camarera de un bar en la plaza del Ayuntamiento. Y la peluquera, que impide el paso colocando un pie en el quicio de la puerta para preguntar desconfiada: "¿Quiénes sois? ¿Periodistas, de Madrid? Luego lo manipuláis todo, ¿qué queréis que digamos? Que ésa... ésa...". Cierra de golpe, sin terminar de nombrar a una alcaldesa que para muchos es sólo una intrusa.
Hay alguna excepción en este silencio de Lizartza. Un vecino, por ejemplo, que no parece tener miedo, ni odia a Otaola, ni cree que en política haya que "amenazar a nadie". "Yo no soy de ningún partido, no me meto con nadie, ¿eh? Creo que se puede pensar distinto, pero hombre, matar...". Él nació en Zamora, vivió 35 años en Lizartza y ahora, aunque se ha mudado a otra ciudad, sigue trabajando allí. "Hay que reconocer que esa mujer tiene valor", reflexiona. "Y, además, la culpa de esto es del pueblo, ¿no? ¿Por qué no se presentó nadie de aquí a las elecciones, por qué ningún otro partido quiso presentar una lista? Al final gobierna el PP, que es verdad que aquí es una cosa un poco rara".
A él no le molesta la bandera española colgada en el balcón del Ayuntamiento -"a mí es que no me molesta ninguna bandera", confiesa encogiéndose de hombros-. Pero algunos de sus convecinos montaron en cólera cuando, el pasado día 7, en el inicio de las fiestas del pueblo y en cumplimiento de la ley, Otaola izó la enseña rojigualda junto a la ikurriña. Le insultaron, le gritaron, y uno de ellos le dijo: "Vas a morir". Un aviso muy concreto que ella denunció en comisaría y que, finalmente, será juzgado por la Audiencia Nacional como presunta amenaza terrorista.
Fue el inicio de una semana complicada: el sábado, Otaola acudió a misa en la ermita de Lizartza y soportó otra lluvia de insultos; el miércoles fue al juzgado a declarar por la amenaza recibida, y allí se encontró con una veintena de militantes abertzales que protestaban contra el "montaje" del PP. "Otaola no es bienvenida en Lizartza, mostramos nuestra repulsa por su actitud antidemocrática", recitó en euskera y castellano Aitor Aranzabal, dirigente de Batasuna, un partido que el Tribunal Supremo ilegalizó en 2003 por ser el "complemento político" de ETA.
La bandera española que hace nueve días colocó Otaola en el balcón consistorial sigue ahí, a pocos metros de las fotografías de presos etarras, las pintadas con los lemas "Gora ETA" y "Otaola ospa [Otaola lárgate]" o los carteles con símbolos de Batasuna colgados en los balcones. El murmullo del río Araxes y el color de los bosques que arropan el pueblo dibujan una estampa que casi logra distraer el pensamiento de lo que ocurre en ésta que fue trinchera carlista, hoy granero abertzale. Lo anómalo se ha hecho cotidiano y natural.
"Mire, es cierto que cada vez que esta mujer viene al pueblo se forma un gran lío. Muchos vecinos se indignan porque llega con ese montón de policías con capuchas, los escoltas... Los niños tienen los columpios ahí al lado del Ayuntamiento, y un niño no debe ver esas cosas", cuenta el hombre que antes ha reconocido la "valentía" de Otaola. Junto a esos columpios lucen con letras grandes las pintadas a favor de ETA y los rostros de los presos, ensalzados como ídolos del pueblo. Un paisaje ya familiar para los niños, y al parecer mucho menos traumático que la visión de los policías.
Otaola asegura que está deseando dedicarse a los "problemas concretos" de Lizartza: la falta de aparcamiento, las obras en los puentes, la carcoma que devora el retablo de la ermita... Pero, por el momento, se limita a "hacer cumplir la ley, que ya es mucho". El primer día que pisó el Ayuntamiento se encontró con que todos los impresos oficiales llevaban el anagrama presoak etxera ("presos a casa"). "Ordené que se cambiara toda la papelería. No estaba dispuesta a firmar nada en un papel de ésos. El Ayuntamiento es de los ciudadanos", subraya.
En ese empeño ha recibido el aplauso de su partido y alguna llamada aislada desde otras filas, como la del socialista José Bono o la del ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo. ¿Y desde el Gobierno vasco, alguien la ha telefoneado para darle ánimos? "Nadie. Ni lo esperaba. Para ellos soy una persona que crispa".
A mediodía, en la plaza principal de Lizartza, una señora susurra palabras amorosas a un bebé, casi recién nacido, que descansa dentro de su carrito. La dulzura desaparece cuando la periodista se acerca. "Pues ¿qué voy a pensar? ¡Que estábamos muy bien antes, antes de que nos visitara la puñetera esa!", exclama endureciendo el gesto. "Antes" es, se supone, cuando gobernaba Batasuna, que tuvo que ceder el mando al PNV al ser ilegalizada en 2003 pero sigue considerando el pueblo como suyo; "ésa" es Otaola. A la señora le indigna tanto hablar de la alcaldesa que se da media vuelta y entra con mala cara en el bar más cercano, dejando al bebé dormido en la soledad de la plaza, ignorante de todo lo que pasa, precioso, pacífico.
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