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Elecciones 1-M | Galicia
Columna
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El contentamiento descontento

Manuel Rivas

La peripatética noticia que más ha sobresalido de la campaña electoral gallega ha sido la de los excursionistas de la Tercera Edad desviados a un mitin. Un atajo carnavalesco que ha dañado seriamente la imagen del candidato del principal partido nacionalista y actual vicepresidente de la Xunta. Quintana se ha disculpado por el episodio. Según su explicación, era un invitado de la asociación de jubilados que fletó los autobuses y no un organizador. Pero además de lamentarse, la penitencia más creíble sería el cese inmediato de los responsables de la campaña que tuviesen que ver con este patinazo on the road.

A lo largo de generaciones, los grandes referentes culturales de Galicia lo han sido también de un radical compromiso democrático y anti-caciquil. Eso explica que más que historia pretérita, figuras como Rosalía de Castro, Curros Enríquez o Castelao formen parte de un presente recordado. Galleguismos puede haber muchos, pero la tradición que más enraizó fue precisamente la revolucionaria, en el sentido más humanista, al modo que hablamos de los padres fundadores como Abraham Lincoln. Una tradición republicana, federalista y laica.

El desafío del bipartito es lograr un nuevo contrato por el cambio
¿Por qué no se establece por ley la obligación de los debates?

Esta memoria histórica viene a cuento porque creo que el mitin peripatético, y en general, cualquier tipo de práctica poco escrupulosa, encuentra su principal repudio en ese espacio sociológico de coordenadas progresistas y galleguistas. Por decirlo de una forma muy gráfica: el problema del Bloque Nacionalista Galego, y también el del Partido Socialista de Galicia, no es precisamente convertir a los mayores sino volver a convencer y movilizar a los sectores más críticos y desencantados de quienes protagonizaron el cambio, con voto cálido, hace cuatro años. Esa melancolía democrática, ese peligro abstencionista, es la prueba más contundente de que en Galicia se ha terminado el tiempo histórico de las adhesiones incondicionales.

El principal desafío de los socios que formaron el Gobierno bipartito es conseguir un nuevo contrato por el cambio con la sociedad que los apoyó. Es posible renovar ese contrato, y así lo dicen todas las encuestas, con una leve mayoría. Podría ser algo mayor que la que se vaticina, de no ser por las vísperas raras, cuando la pareja gubernamental exhibió sus diferencias después de cuatro años de matrimonio poco convencional y después de que los augures más resabiados no les diesen ni un año de vida. La mayoría en el Parlamento era de un solo diputado. Había memoria del tamayazo y la substracción de la voluntad popular en Madrid. El virus del transfuguismo, con su naturaleza de mosquito, se extendía por el aire acondicionado de las instituciones. Pero el Gobierno gallego resistió y ganó todas las votaciones en el Parlamento. Por eso, esas vísperas raras, la exhibición impúdica de las desavenencias cuando la pareja, como la que interpretan Di Caprio y Kate Winslet en Revolutionary Road, estaba a punto de llegar a París, ahondaron en el estado de contentamiento descontento de esa parte más dinámica de la sociedad que acaricia la utopía razonable de una Galicia como comunidad modelo.

Así define Luis de Camões el amor inestable: "É un contentamento descontente". La del Gobierno de coalición no ha sido, globalmente, una mal gestión. Si así fuese, no estaríamos hablando de una más que hipotética reedición. La caballería del Partido Popular estaría campando de nuevo en el territorio y los fracasados Irmandiños estarían de retirada. Ha habido medidas importantes para frenar la especulación urbanística, el llamado feísmo y la destrucción patrimonial. Se ha cultivado un pacto social entre patronal y sindicatos, con el resultado histórico de que por vez primera Galicia es la comunidad con menos porcentaje de paro en España. Se han quitado peajes abusivos en los accesos a las grandes ciudades. Se han creado más plazas de escuelas infantiles y de residencias de la tercera edad que en ningún otro período anterior. Se ha plantado cara a la Apocalipsis incendiaria del comienzo de legislatura. Pese a incumplirse la promesa de reforma de los medios de comunicación públicos, hay detalles que marcan la diferencia, como los programas de debate en TVG, antes inexistentes, y en los que tomó parte muy activa la oposición. Esto que cito, en un balance rápido, ha ido a favor del contentamiento. Pero ha sido un cambio muy demediado. Y donde se ha echado de menos un cambio de estilo en el ejercicio del poder. Un marco de información y transparencia pública. Un código ético estricto en todos los ámbitos de contratación y de obras. Congelación salarial y una austeridad ejemplar en la Administración. Al contrario, se aprobó un plus económico para los altos cargos que ha sido un factor terrible en el descontentamiento.

Un candidato de la derecha ha aprovechado el escándalo para proclamar: "¡Estos son más caciques que nosotros!". El espíritu carnavalesco es transversal y así hay que tomarlo. La frase contiene una burla, pero también una autoconfesión, una especie de saudade de los tiempos de la mansedumbre. Puede haber restos del pasado, y tentaciones futuristas, pero es muy poco riguroso hablar hoy de un caciquismo o neo-caciquismo en Galicia. También en este aspecto, la sociedad ha entonado un nunca máis seguramente irreversible. Y la mejor prueba está en la interiorización de la derecha gallega de que su retorno al poder sólo es posible si definitivamente se desembaraza de sus resabios de facción. En algunos aspectos, Núñez Feijóo lo intenta. Para empezar, el pasado no existe. De los políticos foráneos, sólo se ha dejado ver con Gallardón. Por problemas fiscales, se ha desprendido de un candidato que era su mirlo blanco para la economía. Pero su renuncia a debatir a tres en televisión coloca a los comicios en un período decimonónico, con candidatos que sólo se dirigen a los convencidos. Ese es un test decisivo para gobernar. No tendría que haber uno, sino muchos debates, área por área. No habrá ninguno, por el cálculo oportunista de desactivar la campaña. Asistimos a la ridícula paradoja del culto a las nuevas tecnologías, pero se desaprovechan en su mejor potencialidad: desarrollar la democracia participativa. Mientras se despilfarran recursos en campañas publicitarias nocivas para el medio ambiente, ¿por qué no se establece por ley la obligación de los debates?

Tal vez se diviertan, los chistes de gallegos son un género desde el siglo XVI, pero yerran los que se empeñen en presentar la Galicia de hoy como un yacimiento caciquil, en el que tanto importe a la gente que mande un Xan como un Perillán. La pasada campaña electoral comenzó con una declaración del entonces presidente de la Xunta llamando en público "morralla" a escritores y cineastas que realizaron una serie de vídeos críticos con su gestión. Y fue jaleado. Ese lenguaje ha desaparecido. A quien se le escape, tendrá que disculparse o dimitir. Ha cambiado el Gobierno, pero más ha cambiado la sociedad gallega. Si hay el peligro de una fuerte abstención, no será por desinterés. Al contrario. Será, como decía del corazón el mexicano Velarde, porque "el voto se amerita en la sombra". Porque le son leales. Lo quieren de verdad.

Para ganarlo no se ve otro atajo que un nuevo, y verdadero, contrato de cambio.

El líder del BNG, Anxo Quintana, en un mitin en Vigo.
El líder del BNG, Anxo Quintana, en un mitin en Vigo.EFE

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