Ideólogos y pragmáticos
En una reciente encuesta del prestigioso instituto Allensbach de Alemania se pedía a los encuestados que se pronunciaran sobre la siguiente pregunta: "A la hora de resolver problemas urgentes, ¿qué es más importante para usted, que los políticos sean fieles a sus principios, o que de la forma más rápida posible busquen soluciones prácticas?" En el año 1992, a esa misma pregunta el 50% se pronunció a favor de la lealtad a los principios, mientras que sólo un 33% lo hacía por la solución pragmática. En 1998 se percibió ya un radical cambio de postura, que hizo que se invirtieran las tornas -56% por el pragmatismo y 27% por los principios-, hasta llegar al 2009, en el que el 62% se adscribe a las soluciones prácticas, por un mero 23% favorable a los principios.
No queremos que nos gobiernen los economistas u otro grupo de técnicos, sino los políticos
Es difícil imaginar un ejemplo más plástico de eso que los politólogos han venido teorizando como la "desideologización". Y explica, entre otras cosas, el aumento de la volatilidad del voto o, como vimos recientemente, el escaso eco de los electorados ante las responsabilidades "ideológicas" de la reciente crisis económica.
Los datos se refieren a Alemania, claro está, pero es fácil imaginar que pueden ser extrapolados a otros países como el nuestro. En ese caso, tanto por la lentitud a la hora de reaccionar, como por su indudable sesgo ideológico, las medidas del Gobierno encaminadas a afrontar la crisis económica no habrían respondido a los deseos de la mayoría. En efecto, si observamos la argumentación del presidente Rodríguez Zapatero en su entrevista en TVE, no cabe sino concluir que la atención a los más menesterosos, a los débiles, constituyó el hilo conductor de la gestión de la crisis. Como se corresponde con un Gobierno socialdemócrata, mayor congruencia, pues, con los principios ideológicos que con consideraciones meramente pragmáticas.
Salta a la vista, sin embargo, que las decisiones políticas no siempre se mueven por consideraciones subsumibles entre estos dos polos. El tacticismo electoralista y la necesidad de atender a los intereses de sectores sociales específicos distorsionan decisivamente la capacidad para operar siguiendo estrictos criterios de eficiencia o de legitimidad ideológica. Los principios y valores siempre se han de ajustar a la dictadura de una realidad específica. Del mismo modo, las decisiones supuestamente "técnicas", nunca son absolutamente neutrales ni dejan de tener efectos ideológicos. Por eso no queremos que nos gobiernen los economistas u otro grupo de técnicos, sino los políticos. Queremos que se ponderen los efectos sociales más generales que tienen las distintas decisiones.
En este balance entre pragmatismo e ideología es donde se la juega la izquierda. Sus señas de identidad están en los principios, pero aquello que se reclama es pura eficiencia. O, lo que es lo mismo, que sea sumisa al sistema. Aunque siempre cabe formularlo en otros términos. ¿Qué es más de izquierdas, resolver los problemas económicos de manera urgente -¡caiga quien caiga!- para volver cuanto antes a una senda de crecimiento y a partir de ahí redistribuir o emprender mayores políticas sociales, o posponer esas decisiones en nombre de la salvaguarda de los más afectados por la crisis y mantener así cohesionado a su electorado natural? Ésta es la alternativa, ciertamente trágica, ante la que se encuentra nuestro Gobierno. Queremos que el bebé no se nos vaya por el desagüe junto con el agua sucia, pero puede ser casi imposible evitarlo una vez que se ha quitado el tapón.
Ocurre, sin embargo, que lo que llamamos pragmatismo, al menos en la coyuntura de la actual crisis, consiste en buscar el más adecuado ajuste al sistema, en subordinar la política a los imperativos objetivos de la "economía internacional". En nuestro caso, además, a las propias directrices de la unión monetaria europea. Lo que se va por el desagüe es así la propia autonomía de la política. Se nos hizo la boca agua cuando, al iniciarse la crisis, todos comenzamos a proclamar el retorno de lo político. También de la política ideológica. Y de hecho, los Estados se movilizaron para evitar la hecatombe. Meses después, esos mismos Estados, empobrecidos y endeudados hasta las cejas muestran con denuedo los límites de su propia impotencia. Cada gobernante se ha acabado convirtiendo en mero representante de las disciplinas de esos Mercados sin rostro ni alma. La disyuntiva ya no es entre ideología o pragmatismo sino entre política o no política. Si hurtamos a la política la capacidad para definir la sociedad que queremos se acabará convirtiendo, en efecto, en mera administración, en pura gestión tecnocrática.
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