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Columna
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¿Destrucción creadora?

Habíamos advertido, en línea con Paul Krugman, que el grito de ¡sálvese quien pueda! era la antesala del pánico generalizado y que cualquier intento de buscar una salida por lo particular a la crisis que nos invade estaba condenado al fracaso. De ahí la necesidad de que reapareciera la Unión Europea para devolver la racionalidad perdida. Nicolas Sarkozy, presidente de turno del Consejo Europeo, después de marear penosamente la perdiz convocando por separado sólo a los otros tres países que comparten con Francia la condición de miembros del G-8, ha reunido por fin el pasado domingo -por primera vez a nivel de jefes de Estado y de Gobierno- a los 15 socios que comparten el euro para fijar las bases de una posición común, única capaz de propiciar la recuperación de la confianza. Que se haya sumado el Reino Unido, cuyo primer ministro Gordon Brown había marcado pautas previas de reconocida perspicacia, supone un refuerzo significativo en la misma senda.

Ninguno de los abusadores ha comparecido para rogar que disculpemos las molestias ni para devolver el multimillonario 'bonus'

Ahora la cuestión que debe explicarse a los ciudadanos son las garantías y contraprestaciones que derivarán del respaldo ofrecido por los fondos públicos para garantizar el funcionamiento y los flujos crediticios de las instituciones financieras de los que depende la normalidad de la vida económica. Abandonemos a Cristóbal Montoro, empeñado de modo exclusivo en la denuncia de los comportamientos del presidente Zapatero, como si hubiera de ser considerado la fuente de todos los males que nos invaden, el chivo expiatorio cuyo sacrificio ritual liberaría de todos sus pesares al mundo, del uno al otro confín, y permitiría el plácido regreso a la senda de la prosperidad, "que tú", Ánsar, "bordaste rojo ayer". Veamos, por ejemplo el editorial de The Observer que recuerda cómo hemos pasado del crunch a la crisis y de la crisis al pánico y considera acertada la decisión de Brown de aportar dinero directamente al balance de los bancos y tomar parte de su propiedad como contrapartida. Porque estima que sólo un rescate sistémico estabilizará la situación.

Enseguida señala The Observer que sería pedir demasiado a los contribuyentes sobre quienes gravarán estas medidas si no se añadieran las explicaciones de qué compensaciones obtendrán, algunas de las cuales considera no negociables. Por ejemplo, que el gobierno esté representado en los consejos de esos bancos y en los comités de remuneraciones; que el Estado maneje sus acciones de modo que se produzca el mejor retorno para los contribuyentes; que los bancos no guarden en reserva su nuevo capital, porque el rescate sólo está justificado si brinda liquidez a la economía. Luego, el prestigioso dominical británico reclama la necesidad de emprender una amplia reforma de la City, que elimine el anonimato en las transacciones sobre derivados de forma que además esas cuentas queden abiertas al escrutinio de las autoridades, que sea obligatorio el mantenimiento de determinadas ratio entre deuda y capital. Todo un programa que aquí, en España, lleva años aplicándose en muy buena parte tras la vacuna de la crisis bancaria de los ochenta.

Como ha escrito un buen amigo periodista en la columna titulada Cuerda de presos aparecida el viernes pasado en Cinco Días, queda pendiente dar satisfacción al público sobre la suerte que espera a los abusadores. Porque hasta el momento ninguno ha comparecido para rogar que disculpemos las molestias causadas ni para devolver el importe multimillonario de los bonus con los que han visto recompensadas las valiosas decisiones que nos han llevado a la ruina. Aquellos tiempos de doña Margarita Thatcher, cuando los políticos aceptaban gustosos las órdenes de los banqueros para eliminar impuestos y suprimir regulaciones, se han trocado en gritos de ayuda que marcan un cambio abrupto respecto a las viejas demandas de libertad frente a las interferencias. Pero si los auxiliados piensan que cumplida su misión de socorrista el Estado les permitirá el retorno al business as usual comprobarán su error. Los electores no lo consentirían.

Buen momento para releer a Richard Sennett quien en su libro anticipador La cultura del nuevo capitalismo (Editorial Anagrama. Barcelona, 2006) recuerda que desde los días de Marx, tal vez el único aspecto constante del capitalismo sea la inestabilidad, las conmociones de los mercados, el baile desenfrenado de los inversores, la migración en masa de los trabajadores. Imágenes todas ellas de esa energía del capitalismo, que el sociólogo Joseph Schumpeter sintetizó como "destrucción creadora". Sostiene Sennett que las grandes empresas se rediseñaron para satisfacer a una nueva clientela internacional de inversores que aspiraban más a la ganancia en bolsa a corto plazo que al beneficio de dividendos a largo. Así se formaron los cuadros de lo que se llama "capital impaciente". Entonces, la estabilidad enviaba una señal de debilidad, equivalía a reconocer que la compañía era incapaz de innovar o de hallar nuevas oportunidades, o sea, de administrar el cambio. Y así nos vemos ahora.

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