El sueño del amor
Marcel Proust (1871-1922) es sin duda uno de los grandes mitos y de los verdaderos genios de la literatura del siglo XX. La genialidad viene de su escritura, de su novela espléndida En busca del tiempo perdido, que él mismo comparó en carta a una catedral. El mito viene de la estrecha y plural combinación de la vida total del escritor con su novela: retratos y transformaciones.
Se han escrito muchas biografías de Marcel Proust y algunas magníficas (la de Painter y la de Tadié, sobre todo) pero hasta donde sé nunca se había entrado con tanto detalle en la vida amorosa y sexual del escritor francés como en este muy buen libro de William C. Carter -un especialista estadounidense- Proust enamorado que publicó originalmente en 2006 la Universidad de Yale.
PROUST ENAMORADO
William C. Carter
Traducción de Ramón González Férriz
Belacqua. Barcelona, 2007
314 páginas. 24 euros
Niño mimado al extremo y
además asmático e hipersensible, Proust vivió en el sólido mundo de la alta burguesía francesa de fines de 1800, y se relacionó con aristócratas y con gente del pueblo: complementarios polos opuestos. Llegó a creer que la felicidad no se había hecho para él, que no sabía ser feliz, y posiblemente fuera verdad. Apasionado del amor (que analiza al microscopio en su novela) no supo amar bien, porque como tal niño mimado propendía a tiranizar a quienes amaba. Su madre fue su verdadero gran amor, porque ella se desvivió por él, pero era muy difícil (sino imposible) que hallara después nada semejante. Agobiaba de celos y cariño a sus enamorados, y en ese lazo solía ahogar el amor -del tipo que fuese- porque nadie resistía tanta presión o vigilancia. Homosexual que pensó mucho en esa condición (aunque sus teorías no sean hoy las más aceptadas), Marcel Proust se enamoró en su juventud mundana de chicos homosexuales y cultos también, más o menos de su clase y de su medio: Reynaldo Hahn (que sería compositor) fue tal vez el amor de su vida, pues conservaron la amistad, aunque el amor se ahogó entre los celos de Marcel, y su apetito picaflor y algo promiscuo. Lucien Duadet -uno de los hijos del célebre escritor, que a su vez hizo algunos pinitos literarios- sería ese segundo amor, pronto acabado. Hasta ahí, por decirlo de un modo que deploro, Proust se movió en la "normalidad".
Cuando se enamoró del
muy apuesto y joven conde Bertrand de Fénelon (el principal modelo de Saint-Loup), Marcel empezó a no saber amar por nuevos motivos: idealizaba a guapos caballeretes que se las daban -como era de rigor- de heterosexuales, aunque al fin no lo fueran tan al completo. El amor vuelto sueño y quimera pese a su esencia divina, debía buscarse entonces en otro lugar: donde pudiera comprarse. Entre lacayos, botones, chóferes o camareros, un amor venal para el que Marcel Proust no tuvo el menor inconveniente. Visitó saunas y prostíbulos clandestinos y pagó con generosidad a los jóvenes que buscó (a veces para peculiares prácticas masoquistas) y que al parecer fueron muchos. Pero se enamoró de un chófer casado, de 24 años, Alfred Agostinelli, y lo tuvo "prisionero" en su casa como su secretario y llenándolo de regalos, hasta que el joven -harto- se escapó porque quería ser aviador y no volvió. Alfred Agostinelli murió poco después en un accidente, practicando su afición, al borde de la Primera Guerra Mundial, y Proust, el enamorado que no supo amar, siempre se creyó algo culpable. Llegó luego el turno de los camareros del Ritz (adonde Marcel acudía a cenar, durante la guerra, a horas estrafalarias) y entre los varios jóvenes que pudo probar, terminó enamorándose, a su modo, de uno suizo llamado Henri Rochat -20 años- al que también llevó a su casa y llamó secretario, aunque las aficiones del chico (que buscaba dinero) no iban por tal camino. Harto -Proust esta vez- le buscó un buen empleo en Buenos Aires y lo echó a volar...
Estaba ya demasiado inmerso en la redacción de su novela y en la lucha, contra el tiempo y su frágil y descuidada salud, por acabarla. Proust supo que el amor es maravilloso y hace sufrir, y deseó con toda su alma amar (y ser correspondido) pero no supo hacerlo. Su vida fue un maravilloso y raro fracaso en el altar de una gran obra de arte: En busca del tiempo perdido. La prosa salvó su vida, tan frágil, tan singular, tan compleja y tan desacorde. ¿No tenemos nada que ver con ese mundo? Sirve mucho al lector y seguro que a muchos más individuos de los que, al pronto, lo suponen. Un libro excelente.
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