Científicos bajo el signo de la duda
Al final de la Vida de Galileo, el gran drama de Brecht, el protagonista grita: "Si los hombres de ciencia se limitan a acumular el saber por el saber, la ciencia se quedará debilitada para siempre y vuestras nuevas máquinas no serán más que una fuente de nuevas tribulaciones para el hombre. Y cuando, con el paso del tiempo, hayáis descubierto todo lo descubrible, vuestro progreso no será más que un alejamiento gradual de la humanidad. Entre vosotros y la humanidad puede abrirse un abismo tan grande que, un día, corramos el peligro de que a cada eureka vuestro responda un grito de dolor universal...". Quien lanza esta señal de alarma es Galileo, el científico por excelencia, símbolo de la investigación científica, la investigación que el drama brechtiano ensalza contra el oscurantismo que pretende ahogarla, contra todo dogmatismo y toda reverencia servil y complaciente ante la irracionalidad.
Algunos consideran que un gran científico puede volverse loco, pero no poner en duda el sentido y las consecuencias de la ciencia
La ciencia -o, mejor dicho, ciertas actitudes de los científicos- puede criticarse sólo en nombre de la propia ciencia y sin traicionar su lógica. Sin embargo, hoy se la ataca desde una estúpida base irracionalista. Tal vez como reacción frente a su poder -y al de la tecnología-, cunden las mentiras supersticiosas, falsedades vagamente espirituales, patrañas mágico-esotéricas que recuerdan a las que se extendieron hacia el final del mundo antiguo, una época similar, en muchos aspectos, a la que ahora vivimos.
La fe en la razón y el progreso sufre el ataque de un catastrofismo ecologista apocalíptico que parte de unas preocupaciones reales y crecientes, basadas en motivos genuinos, pero que las aborda con un tono exaltado, niega los méritos de la técnica a la hora de aliviar numerosos males y miserias de la humanidad y añora una supuesta naturaleza verdadera, violada por el artificio tecnológico. La palabrería paranormal surge a cada paso, con echadores de cartas que adivinan el pasado y el futuro de los ingenuos mediante fórmulas vacuas que dicen todo y nada; los horóscopos se consultan como si fueran laboratorios y los milagros se convierten en anuncios televisivos; el ocultismo va de la mano de profecías siempre desmentidas y siempre readaptadas como el chicle. Pocos creen en Jesús, pero muchos en las vírgenes de madera que lloran y las nubes que adoptan el perfil del padre Pío; casi todos se avergüenzan de rezar, pero no de decirle al primero que pasa cuál es su signo astral. Los parapsicólogos se cuidan mucho de aceptar el reto de Silvan, el gran prestidigitador, de llevar a cabo su magia en presencia de él, por miedo a desvelar sus trucos; pero no pierden su reputación, en un coro solidario de timadores y timados. Sandeces como el satanismo y las misas negras reciben una atención que más valdría dedicar a la lectura de Kant o el Evangelio, o incluso de agradables novelas policiacas.
La preocupación por lo que sucede y puede suceder en el mundo es real, aunque muchas veces se exprese de forma incorrecta o exaltada. Sin querer ofender a los ecologistas, todo es naturaleza, combinación de elementos: tanto las colinas toscanas como los desiertos de Plutón, el perfume de las flores o el hedor de los tubos de escape. Pero es cierto que algunas condiciones naturales son propicias a nuestra especie y otras no, que es posible morir de contaminación y explosiones atómicas y que, aunque lo amenazado no fuera la naturaleza, sino sólo nuestra especie, o muchos de sus ejemplares, ése sería ya motivo suficiente de preocupación, y deberían abordarlo también, o -teniendo en cuenta su competencia y responsabilidad- sobre todo, los científicos.
Pero el progreso científico y
tecnológico debe ser objeto de una crítica racional; si, por el contrario, es blanco de una fe ciega e intolerante, deja de ser ciencia. El desarrollo científico y tecnológico suscita problemas e incluso peligros, y sólo es progreso si, al mismo tiempo que avanza, vuelve sin cesar sobre sus pasos para superar, con los instrumentos creados por él mismo, las trampas creadas por su recorrido. La contaminación existe, el tráfico plantea dificultades reales, la bioingeniería puede modificar a la humanidad de maneras insospechadas, las diferencias entre riqueza y miseria pueden alcanzar dimensiones temibles. El hombre de la calle está legítimamente angustiado por las perspectivas que cree atisbar vagamente; teme que las centrales nucleares estallen, ve cómo se ciernen por todas partes nubes de dioxina y hace preguntas.
A los científicos -desde los físicos hasta los biólogos o los economistas- les es fácil responder con calma a tales preguntas, muchas veces formuladas con ingenuidad y torpeza, exponer todos los remedios previstos, enumerar las medidas de seguridad desconocidas para el hombre corriente, explicar cómo y por qué es muy poco probable que una central nuclear salte por los aires. Pero estas palabras tranquilizadoras, a veces engreídas, tienen el riesgo de ser demasiado poco científicas y convertirse en un opiáceo capaz de embotar la atención racional a la realidad. Es legítimo defender la energía nuclear en su conjunto, pero es irracional y dogmático negar sus posibles y terribles repercusiones, como si el miedo a que pueda ocurrir un desastre fuera fruto exclusivo de la ignorancia. Cuando lo cierto es que, cada cierto tiempo, ocurre alguna cosa: Chernóbil, las radiaciones en Japón, el cianuro en el Danubio, los muertos de Seveso y Marghera, las advertencias del padre de Dolly. Es poco científico olvidar que también existen el incidente imprevisible, la fragilidad del ser humano, una máquina que se deteriora, o, en el caso de las manipulaciones genéticas, que es posible que haya en el futuro avances y consecuencias que la ciencia actual no sea capaz de prever y que, si es auténtica ciencia, debe reconocer esa posible incapacidad.
A este tema está dedicado el congreso interdisciplinar que se celebra estos días en Trieste. Hoy, más que nunca, los científicos están llamados a ejercer la duda científica, practicar la ciencia también para analizar su trabajo e interrogarse a sí mismos sobre las consecuencias y el sentido de su labor. A veces parecen reacios a hacerlo, presos de un fideísmo tan obtuso como el de los inquisidores de Galileo. En un breve pero gran libro publicado en estos días -que, con la claridad incisiva de su sobria prosa, revela toda la fuerza literaria que puede tener el lenguaje científico-, Roberto Finzi estudia el caso Majorana y lo enmarca en este contexto, todavía más fascinante que el misterio que rodea a su misterioso fin. (Ettore Majorana. Un'indagine storica, edición de Storia e Letteratura).
Finzi, como dice él mismo, no
tiene ningún elemento nuevo que pueda apoyar con datos cualquiera de las conjeturas sobre la suerte de aquel gran físico desaparecido de forma tan enigmática: suicidio, retiro a un convento como suponía Sciascia, o huido a Argentina para iniciar otra vida y otra actividad más modesta, el trabajo de ingeniero. Finzi recorre la vida de Majorana, su genio científico excepcional, anómalo e inquietante, su soledad huraña e incluso insociable, su enorme admiración inicial por la Alemania nazi, sus relaciones con los demás científicos, su profunda y pesimista convicción sobre la insignificancia de cualquier acción y, sobre todo, sus dudas sobre la dirección en la que avanzaba la ciencia, la extraordinaria física de aquellos años.
Finzi propone la hipótesis (y valora todos los elementos que pueden respaldarla o refutarla) de que la crisis y la desaparición de Majorana se debieron a su conocimiento intuitivo de las tremendas repercusiones que iba a tener la investigación física de su época (sobre todo, pero no sólo, la bomba atómica) y su decisión de que era motivo suficiente para abandonarla, tal y como hizo otro gran físico de aquella generación, Rasetti. El caso Majorana es prácticamente un anuncio de la dramática autocrítica de los científicos ante el apocalipsis atómico que tanta literatura ha inspirado (tal vez asistamos, en los próximos años, a una reflexión semejante ante las consecuencias de la ingeniería genética).
Se trata de una hipótesis, ni más ni menos demostrable que la de Sciascia o las de otros, pero más fascinante desde el punto de vista humano y cultural. Ahora bien, es indiscutible e inquietante el hecho de que, como demuestra Finzi, la comunidad científica -los extraordinarios científicos de aquella época y aquel grupo- se apresuró a atribuir la desaparición de Majorana a una grave depresión psíquica o a una crisis mística, con la seguridad inconsciente y dogmática de que un gran científico puede volverse loco o permitirse rarezas ajenas a sus colegas, pero no poner en tela de juicio el sentido y las consecuencias de la ciencia. Todo lo contrario; eso es precisamente lo que debe hacer cualquier científico, si no quiere parecerse a esos que aseguran que, en cualquier caso, en la segunda semana del mes, los nacidos bajo el signo de Aries tendrán un encuentro sentimental satisfactorio.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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