Crecimiento y supersticiones
El indicador más relevante en la evaluación del comportamiento de una economía es el crecimiento del producto interior bruto (PIB) por habitante. Éste depende esencialmente del grado de utilización de los factores (trabajo y capital, esencialmente) y del grado de eficiencia con que se empleen (de la productividad); esta última, a su vez, está en gran medida determinada por la intensidad relativa del capital (físico, tecnológico y humano). Lo ideal, y en modo alguno imposible, es que una economía sea capaz de crecer utilizando grandes cantidades de esos factores, fundamentalmente empleo, y al mismo tiempo mediante avances en la productividad de los mismos. En España sólo hemos hecho lo primero.
La economía española concluyó 2002 con un PIB por habitante equivalente al 84,5% del promedio de la UE, frente al 79,3% de 1996. Un estrechamiento significativo (aunque con diversos precedentes en nuestra historia reciente: 1985-1990, sin ir más lejos) en esa brecha de bienestar frente a nuestros socios que, sin embargo, no ha estado acompañado de avances destacables en la productividad. En realidad, la relación entre la productividad del trabajo en España y en la UE en 2002 era la más baja desde 1975, con descensos particularmente importantes desde 1995. El contraste de la productividad total de los factores tampoco favorece a la economía española, con descensos constantes desde 1985.
La razón de esa pobre eficiencia no hay que buscarla tanto en los avances de nuestros socios europeos, que no han hecho sino retroceder en crecimiento de la productividad y en renta por habitante frente a EE UU, como en las limitaciones de nuestro patrón de crecimiento. No hemos aprovechado suficientemente los extraordinarios impulsos de que ha gozado nuestra economía en estos años: unos precios del capital y del trabajo ciertamente favorables y unas cantidades de los mismos prácticamente exentas de restricciones. No lo ha hecho, en particular, la inversión pública.
La concreción de la larga apuesta por la participación en la fase final de la Unión Monetaria, tuvo como principal efecto una reducción sin precedentes de la prima por riesgo de nuestra economía y la disposición de los mismos tipos de interés que los vigentes en economías tradicionalmente más estables que la nuestra. Un precio del dinero, dicho sea de paso, poco consecuente con la resistencia de nuestra tasa de inflación a aproximarse a la de las principales economías de la eurozona. Una verdadera bendición para los endeudados, las administraciones públicas sin ir más lejos, que vieron reducir significativamente la importancia que representaba la carga financiera sobre el conjunto del gasto público.
Una ocasión preciosa para, sin menoscabar nuestros compromisos en términos de estabilidad presupuestaria con la eurozona, aumentar de forma significativa la inversión pública y, muy particularmente, la concretada en esas tecnologías de la información, básicas para la necesaria inserción en la sociedad del conocimiento y, como se subrayó en la Cumbre de Lisboa, necesarias para aumentar a un mayor ritmo la renta por habitante.
Pero no ha sido así. La relación entre la formación bruta de capital fijo pública y el PIB no ha dejado de descender desde 1995, hasta el pasado año. Al término de ese año, el stock de capital público sobre la población era el 82,5% del promedio de la UE. La existente entre el gasto en I+D público y el PIB era en 2001 (último año disponible en los indicadores ofrecidos por el Banco de España, de donde proceden todos los empleados en estas notas) del 60,5%. El gasto público en educación por cada 100 habitantes tampoco superaba el 73% del correspondiente europeo. La síntesis más decepcionante de esos indicadores de convergencia real la aporta la relación entre el stock de capital tecnológico y el PIB de nuestro país, equivalente al 40,8% del promedio europeo.
Cuando una revisión similar se particulariza en los indicadores específicos de tecnologías de la información, los más directamente expresivos de la comprometida inserción en la sociedad del conocimiento, el balance no es mucho más favorable: seguimos ocupando las últimas posiciones en la práctica totalidad de los criterios. Denuncia una situación impropia de una sociedad capaz de utilizar inteligentemente sus recursos y, desde luego, su capacidad de endeudamiento para garantizar un mayor y menos vulnerable crecimiento futuro. La obsesiva aversión al déficit público, haciendo abstracción de las necesidades de inversión, de la posición cíclica y de los costes del endeudamiento, se asemeja a la de aquellos personajes del pasado que, ufanándose de no haberse endeudado jamás, mantenían a sus familias o a sus empresas lejos de las mínimas facilidades técnicas, capaces de mejorar la capacidad de producción y, en definitiva, el bienestar. La incomprensión de actitudes tales, de sacrificio del bienestar futuro, es tanto mayor cuanto más accesible y barato es el endeudamiento.
Que voluntariamente hayamos renunciado a compatibilizar la sana conducción de las finanzas públicas con la necesaria aceleración del fortalecimiento de nuestro stock de capital, no es fácil de explicar, si no es en el arraigo de esas supersticiones de las que advertía John Stuart Mill como obstáculos precisamente al desarrollo. El "abandono de la superstición" y el "crecimiento de la actividad mental" eran, junto a la hospitalidad hacia las "artes extranjeras" (la tecnología) y al capital extranjero, dos de las condiciones que, como ha recordado hace poco Robert Skidelsky en una excelente revisión del "misterio del crecimiento", dos de los tres requerimientos necesarios según el autor de los Principios de economía política, para que "las naciones menos civilizadas e industrializadas" pudieran alcanzar a las más avanzadas. El tercer requisito de Stuart Mill consistía en disponer de un buen gobierno que, podríamos añadir en nuestros días, no alimentara supersticiones ni creara innecesarios mecanismos de mortificación como el déficit cero.
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