Los viejos luchadores honran los Pirineos
Armstrong y Moreau escenifican en el centenario Tourmalet su próxima despedida del ciclismo, mientras Barredo se queda a un kilómetro de la victoria
Atrapado por la ofuscación momentánea que le hizo pelearse con otro ciclista armado con una rueda delantera, Carlos Barredo no atiende a los que le piden que se calme. "¡Que me echen!", repele, "me da igual, eso no importa, pero no permito que se rían de mí". Podía intuir, y quizás lo pensaba, pero súbitamente había olvidado que el martes 20 tocaba etapa histórica y que a él los guionistas del futuro le habían escrito un buen papel, largo e intenso, más interesante, seguramente, que el de peso mosca frustrado que estaba interpretando entonces y cuyas imágenes, un hit en Youtube, se negó a ver.
No le echaron, recondujo la adrenalina hacia lo suyo, las buenas pedaladas, y se preparó a conciencia para la que debería ser su actuación estelar, para su cita con la etapa del centenario, para su reunión con otros cuantos viejos luchadores del pedal. No ganó, pero podrá decir "yo estuve allí".
En ciclismo, en el Tour, los gestos, bien lo sabe Contador, los símbolos, bien lo saben todos los corredores, tienen más valor que los hechos. Símbolos, gestos, con contenido, claro, con sudor y valentía dentro. La víspera de cada etapa, una magnífica máquina financiada por las empresas que apoyan a Lance Armstrong, recorre algunos kilómetros del recorrido rotulando el asfalto en tinta amarilla con mensajes de la fundación contra el cáncer del tejano. Ayer cubrían parte de la ascensión al Tourmalet, el viejo malvado que cumplía 100 años. Inertes, mera impresión publicitaria, mareante, al paso de los coches, cobraron vida repentina cuando sobre ellos pedaleó, solo, como siempre le ha gustado, el mismísimo Lance Armstrong, alma en pena hasta entonces y desde la caída que el primer día de los Alpes le hizo ver que, en efecto, el de 2010 era su Tour de más.
Pero Armstrong puede perderlo todo, la pedalada terrible, la energía que le hizo imbatible, demoledor, durante siete Tours, la audacia en los descensos, la pericia en la marcha neutralizada, el instinto ganador, salvo dos cosas: su sentido de la grandeza, un instinto nato, vanidad de vanidades, y su espíritu de lucha hasta contra el enemigo más implacable, la edad, su valentía para desnudarse, casi humilde, y mostrase ante los demás: en esto me he quedado, pero sigo siendo ciclista.
Por eso era imposible que, pasara lo que pasara, no estuviera ayer junto a otros corredores como él, derrotados por los años, como el francés Moreau, que tiene 39 años, el más viejo de todos, cinco meses mayor que Armstrong, o vencidos por un Tour demasiado duro para su preparación, como Sastre, Wiggins, Kreuziger, en la cita con el circo de la muerte, el recorrido encadenado por el Peyresourde desde las primeras casas de Luchon, Aspin, Tourmalet y Aubisque por el Soulor, la misma etapa que el 21 de julio de 1910 empezó a dar sentido al Tour.
La batalla para conseguirlo fue terrible. En el Peyresourde, el pelotón, que se negaba a darles libertad de paso, se quedó reducido a 14 ciclistas (cuatro de ellos Astanas del líder, de Contador, que, dado el diseño del recorrido, a la antigua, 61 kilómetros entre la cima del Aubisque y la meta, había acordado no agresión con Andy; Samuel, Basso y Purito, distanciados) por la velocidad con que se persiguió al grupo de fugados, entre los que también estaba Vinokúrov.
En el Aspin, tan plácido, el puerto de la estampa bucólica, continuó la guerra y sólo en las primeras rampas del Tourmalet, cuando cejaron Kreuziger y compañía, sacó el pelotón la bandera verde. La fuga era buena. Había nueve, decantados de entre los 172 que salieron en Luchon, por múltiples detalles: Armstrong y Moreau porque corren su último Tour, Plaza y Horner porque a donde va un Caisse d'Épargne va un RadioShack, tan cerrada es la lucha de los equipos; Cunego porque se mete en todas, Van den Walle para acompañar a Barredo, y el asturiano, Casar y Fédrigo, porque era el día de los viejos y también el de los luchadores, su especialidad. Todos ellos homenajearon a lo grande los Pirineos.
Louison Bobet, el primer mito francés de la posguerra, se retiró del ciclismo a los 34 años, en lo alto del Iserán, el puerto más alto del Tour del 59, dándole la bici a Bartali, que le esperaba en la cuneta. Moreau, más viejo y menos grande, se conformó con ganar en la cima del Tourmalet. Armstrong sólo pensaba en ganar la etapa. Como Barredo, quien, el pelo encrespado, alobado bajo el casco, manos abajo en el manillar, estampa antigua, aéreo, el culo en la punta del sillín, lo intentó a 45 kilómetros de Pau. Fue un ataque magnífico, que nunca alcanzó más de 45s y que terminó en un repecho malvado a un kilómetro de la meta. Armstrong, el viejo, esprintó con la pericia de un juvenil: quedó sexto de ocho. "Ya no soy el mejor, pero tengo el espíritu de un luchador", dijo.
Ganó Fédrigo, el mejor del día, el más rápido y hábil al meterse por las vallas, el señalado: los tres números de su dorsal, el 154, suman 10, el número de la perfección.
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