La hora de reconciliarse con su historia
Tras años de infiernos y tinieblas, el Atlético busca recuperar su gloriosa identidad ante el Fulham
Trinitario como es, cuesta adivinar el significado de una imprevista final europea para el Atlético. Despeñado a principio de curso tras muchos años sin identidad, el equipo sin brújula en la Liga y en la Champions quedó condenado a la Europa b. En principio, un engorro poco taquillero y cargante. Cayó el entrenador, Abel Resino; al presidente, Enrique Cerezo, le martirizaban allá donde fuera; el consejero delegado, Miguel Ángel Gil Marín, no se asomaba al palco del Calderón porque le caían cascotes; y el secretario técnico, Jesús García Pitarch, era caricaturizado por su escasa diligencia hasta para fichar un telonero como lateral derecho.
Hoy, todos ellos se pasean eufóricos entre la fría bruma de Hamburgo, donde el Atlético, arropado por casi 20.000 fieles -si las cenizas volcánicas lo permiten- disputa una final europea por primera vez en 24 años. Una eternidad. Pero así es el Atlético, al menos desde tiempos gilianos: suele estar donde ni siquiera él se espera. Lo mismo pasa por el infierno, que festeja un doblete. Lo mismo ficha al Pato Sosa que a Agüero y Forlán. Y con la hucha afeitada hace su mayor inversión en Asenjo cuando está a punto de graduarse De Gea.
Borrón y cuenta nueva. El club está ante otro doblete, ante su quinta final europea. Sólo hizo bingo en la primera, cuando arengados por el cacique Griffa, Calleja, Rivilla, Peiró, Collar, Jones, Mendoza y otros fulminaron al Fiorentina en la Recopa de 1962. Del resto de finales sólo le quedan cicatrices, las provocadas por Jimmy Greaves, Schwarzenbeck y Zavarov, por ejemplo. No importa. Las finales engrandecen y hace tiempo que el Atlético no repasa su historia porque no se reconoce en ella. En Hamburgo tiene una excelente oportunidad para sacudirse las telarañas y quién sabe si para sentirse más guapo y con mayores galones desde mañana.
Tampoco nadie esperaba al Fulham en la cita final. Ni sus hinchas más apasionados, que por mucho que buceen en las cavernas no encontrarán un podio de los cottagers. Y eso que tiempo no le ha faltado al club del museístico Craven Cottage. La mayor cima del decano del fútbol londinense, que cumple 131 años desde su alumbramiento junto a una iglesia anglicana de South Kessington, ha sido un séptimo puesto en la Premier. Su tránsito siempre ha sido crudo, por mucho que en sus almanaques figuren ilustres como Bobby Robson, y leyendas como Bobby Moore, el capitán inglés que levantó la Copa del Mundo del 66 en Wembley. También se asomaron George Best y Rodney Marsh, que a punto de su decadencia dejaron algunas gamberradas inolvidables en Craven Cottage (en 1976 llegaron a placarse el uno al otro en medio de un partido copero ante el Hereford United). Hace 13 años pareció que al Fulham por fin le salía cara cuando el multimillonario dueño de los almacenes Harrods, Al Fayed, compraba el club, una institución que tan a menudo había flirteado con la bancarrota y padecido todo tipo de penurias en los subsuelos del fútbol inglés. El magnate multiplicó las inversiones, pero nunca llegaron a igualar las de otros gigantes de la Premier. Ahora, el Fulham ha hecho de la modestia su mejor virtud y al hilo de Murphy, un ex centrocampista del Liverpool, unos cuantos gregarios han logrado acercarse al cielo como nunca desde 1879, por mucho que Duff y Zamora, sus dos puñales, estén renqueantes.
Lo del Atlético, con todos sus futbolistas en plenitud, es otra cosa. Se juega algo más que un gran título: ¿regreso al pasado o sólo una alucinación pasajera?
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