El ciclismo español, en la Luna
Astarloza gana por fin la etapa que tanto merecía, mientras Contador resiste de amarillo los ataques de los hermanos Schleck
Como el Santo Padre, que vive en Roma pero veranea en Aosta, también Jens Voigt patinó por aquellos parajes, pero mientras la única consecuencia del resbalón de Benedicto XVI fue, aparte de la detención de tres monjas que acudían a auxiliarle a 170 por hora en un Ford Fiesta, una férula en la muñeca que no le impidió impartir ayer a distancia la bendición al pelotón que atravesó el valle italiano clavado como una cuña entre Suiza y Francia, a Voigt, que se cayó a 70 por hora bajando el Petit Saint Bernard -menuda mentira lo de pequeño, menudo puertarraco de 23 kilómetros en la frontera italofranca- se lo llevaron al hospital. Era, quizás, la única forma de evitar que el eterno ciclista alemán se fuera del Tour.
Voigt se cayó a 70 kilómetros por hora bajando el Petit-Saint-Bernard
Hay otros tantos como Voigt en el pelotón, ciclistas de carácter, duros, secundarios únicos que sólo entienden el ciclismo como combate continuo consigo mismos, con el mundo, con el dolor, los ciclistas que forman el verdadero tejido del Tour. Uno de los otros es uno como Flecha, que, fugado, se cayó el viernes, se hizo un agujero en la carne a la altura de la rodilla por el que se podía ver el hueso y se encontró con que el médico del equipo le preguntó, escéptico: "Y con esto, ¿qué piensas hacer mañana?". Y Flecha le miró como si el otro viviera en otro planeta: "Pues qué voy a hacer, seguir". Siguió en el Tour y siguió escapándose, coincidiendo con los habituales de las fugas, como con Mikel Astarloza, otro de los ciclistas salidos del mismo molde, y que ayer ganó la etapa.
Fue el triunfo de la persistencia. Como dice el zanquilargo guipuzcoano, puro huesos y piernas, "hay que intentarlo siempre, si no es un día, es otro". Para él, en los cinco primeros Tours que disputó, era siempre el vuelva usted mañana. Hasta ayer, en que ganó haciendo las cosas a su estilo, infiltrándose de buena mañana en la escapada grande del día, la que se formó en el Gran San Bernardo -el adjetivo no engaña: 25 kilómetros interminables cuesta arriba en la frontera helveticoítala-, resistiendo la criba inevitable y afrontando los últimos kilómetros en un grupo de cuatro o así.
Otras veces, como la fuga en la que Luis León Sánchez maravilló en Saint Girons, la falta de iniciativa le condenaba a un sprint en el que sus piernas no se mueven a la velocidad de los rivales; o ayer, en cambio, supo dar el golpe justo, a dos kilómetros de la llegada, cuando el cuarteto en el que se movía iba a ser alcanzado por otro grupo. Su falta de velocidad final le había condenado al papel de hombre regular sin más, un resistente que por puro aguante terminaba siempre el Tour entre los mejores (y hace un par de años fue noveno), pero el descubrimiento de que también puede sorprender, y de que tiene capacidad para hacerlo bien, le hace subir, a los 29 años, un escalón.
Fue un pequeño paso para la humanidad pero un gran paso para Astarloza, que aterrizó en la Luna donde ya le esperaba Contador, quien, impecable de amarillo de la cabeza a los tobillos -sigue con los zapatos de primera comunión con las tiras rosa, amarillo y dorada: las Sidi totalmente jaune le esperan ya en París, donde quiere lucirlas el domingo-, comenzó su trabajo de defensa. Cuando Armstrong, Lance, no Neil, no Louis, ganaba y sus alunizajes eran considerados también grandes pasos para la humanidad (por aquello de que un superviviente del cáncer pudiera demostrar a los millones de enfermos que no sólo hay esperanza de sobrevivir al mal sino que es posible descubrir la verdadera vida después), su método del despegue consistía en aprovechar la rampa de lanzamiento que sus equipiers de lujo -Beltrán, Heras, Hamilton, Landis, Hincapié, Rubiera...- le tendían al pie del puerto en el que quería exhibir su molinillo; Contador, solo, muy solo, muy campeón, no cuenta con ese lujo, pero aprovecha a la perfección que los del Saxo, los hermanos, quieren ser como Armstrong. Lo hizo el domingo en Verbier, lo hizo ayer, frenando el golpe, en el San Bernardo pequeño. Se fue como quien barre con la selección del futuro -los chavales nuevos: los Schleck, Nibali, Wiggins- y frenó todas las acometidas, enigmática mirada tras las gafas oscuras.
Paró el ataque Contador y lo frenó totalmente Armstrong, quien, descolgado de entrada, se recuperó mediante un número muy suyo, muy de molinillo, muy de espectáculo, pero ayer, con casi 38 años, sus pedaladas, grandes para él, eran pequeñas para la humanidad, secundarias en un Tour que Contador definió como "doblemente duro". La llegada del viejo patrón desmoralizó a los jóvenes luxemburgueses, quienes decidieron guardar fuerzas para hoy, el día más duro del Tour, con el Cormet de Roselend de entrada y Saisies, Romme y la Colombière después. Lo de ayer fue un ensayo que, de todas formas no podrán calcar hoy: les faltará su motor propulsor más potente, el tremendo, y roto, Voigt.
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