Claustrofobia 'tudor'
La perfecta película de época podría ser una paradoja irresoluble: un espectáculo concebido como si en ese tiempo evocado ya hubiese existido eso que llamamos cine. Ante la imposibilidad de esa película soñada no queda otro remedio que conformarse (o rebelarse) frente a películas que, inevitablemente, conjugan el pasado como espejo de cierta concepción contemporánea del espectáculo, el estrellato y la ficción. Resulta significativo que los Emil Jannings y Charles Laughton de antaño hayan dado paso a Eric Bana bajo la corona de Enrique VIII: toda una lección de historia acerca de un medio -el cinematográfico- que ha acabado privilegiando la superficie sobre el temperamento.
Las hermanas Bolena funciona, pues, como un preciso testimonio de lo que supone la Historia (así, en equívocas mayúsculas) para nuestro moderno mercado de la ficción de consumo: inspirada en una novela de Philippa Gregory, la película pone el pasado al servicio de un artefacto dramático engrasado con golpes de efecto y concebido para reforzar las actuales mecánicas del star system. Natalie Portman y Scarlett Johansson no parecen tanto empeñadas en batirse en un duelo de actrices vieja escuela, sino más bien dispuestas a reivindicarse como divas todoterreno.
LAS HERMANAS BOLENA
Dirección: Justin Chadwick.
Intérpretes: Natalie Portman, Scarlett Johansson, Eric Bana, Kristin Scott-Thomas.
Género: drama histórico. Reino Unido-EE UU, 2008. 115 minutos.
Melodrama truculento
Edificante cuento moral (o relato de horror) sobre el poder autodestructivo de la ambición, Las hermanas Bolena no comete el habitual pecado del género de presentarnos a sus personajes centrales como contemporáneos avant la lettre: las únicas disonancias son, en este caso, de barniz y tienen que ver, esencialmente, con el sex appeal de esas Bolenas y ese Tudor que no se corresponde a lo que uno puede encontrar en los manuales de historia y con una gramática enfática que convierte el encadenado sonoro y los cascos al galope en tedioso y recurrente signo de puntuación.
Si el posible espectador de esta película no siente la repulsa por el género histórico que condiciona la valoración de este crítico, siempre puede poner unos cuantos elementos en cuarentena para disfrutar de los alicientes del producto como melodrama truculento: en otras palabras, el cóctel de sexo como cuestión de Estado, abortos, partos, decapitaciones e incestos puede hacer olvidar que, en la pantalla, un machote australiano, una belleza levemente hidrocéfala y una diva whitetrash hacen ver que son, sin que lo creamos demasiado, Enrique VIII, Ana y María Bolena.
Probablemente puedan atribuirse algunas de las relativas bondades del filme a la participación del guionista Peter Morgan, dotado para dar voz a lo que ocurre en esos ámbitos de poder que son el perfecto (y resbaladizo) territorio de la hipótesis. Con todo, Justin Chadwick se reserva una baza final para devaluar el conjunto: su película desvela una inesperada pretensión de ser la precuela que nadie había solicitado de la Elizabeth (1998) de Shekkar Kapur, y eso cierra un círculo no especialmente benigno.
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