El valle inaccesible
Hay una flor única, de pétalos transparentes, que crece en un valle casi inaccesible de Kafiristán. Hoy día nadie sabe dónde está Kafiristán, aunque los medios de comunicación nos hablan continuamente de esa región como una de las más peligrosas del mundo. Kafiristán es ese "este de Afganistán" del que hablan los periódicos, empotrado entre montañas y vigilado por el imponente Hindu Kush. Sólo un viajero loco iría allí para dejarse el pellejo en la ruta que va de Kabul a Peshawar, en el vecino Pakistán. Nadie puede sentirse seguro en este lugar, a excepción de los fieros nativos, poco dispuestos a dejarse invadir. Desde hace siglos hay ejércitos que lo intentan, sin conseguirlo. En la actualidad corresponde a los norteamericanos: pese a su poderío no culminan su propósito. En el pasado fueron los rusos, impotentes ante las cordilleras, o los ingleses, incapaces de conquistar el territorio en el mejor momento del Imperio Británico. A finales del siglo XIX el emir afgano Abderramán proclamó que todas las tribus del país debían considerarse musulmanas y que, por tanto, Kafiristán ("tierra de infieles") debía llamarse Nurestán, Tierra de la Iluminación. Pero los kafires continuaron considerándose kafires y hablando lenguas kafires. Parecían respetar únicamente lo que los otros consideraban sus salvajes costumbres, y, sobre todo, el oscuro misterio anclado en un tiempo remoto, del que la flor única, de pétalos transparentes, era el privilegiado testimonio.
La fábula de Kipling es el más hermoso acercamiento al misterio de Kafiristán
En nuestro presente, hechizados por los abalorios de la técnica, esos misterios apenas nos interesan, y de hecho hemos creado una civilización en la que todo tiene que desarrollarse a plena luz, sin misterio alguno a poder ser. Sin embargo, durante mucho tiempo el enigma que se preservaba en Kafiristán subyugó a los muchos europeos que se instalaron en el subcontinente indio en busca de poder y riqueza. ¿Cuál era la naturaleza del misterio encerrado entre las infranqueables paredes montañosas? Era evidente que se trataba de un tesoro pues sólo los tesoros se hallan rodeados por auras perennes. Pero ¿qué tipo de tesoro?, ¿un tesoro material?, ¿un tesoro espiritual?, ¿oro y joyas?, ¿secretos de una sabiduría ancestral? Era difícil dilucidar de qué se trataba, máxime cuando los habitantes de aquella tierra agreste y dura, guerreros implacables, eran tan celosos de su extraño patrimonio que se mostraban siempre dispuestos a combatir sin cuartel.
No hay amantes más osados que los amantes del enigma, y, en consecuencia, no faltaron británicos destinados a la India o portugueses de Goa que se lanzaran a la aventura de recorrer los valles kafires en busca del tesoro. Muy pocos sobrevivieron. Lo más elocuente es que, en realidad, no sabían lo que buscaban pues los occidentales apenas tenían información sobre el país. Ningún libro, ningún documento hablaban de tesoro alguno. Era un tesoro sin espectadores, sin testigos, sin cronistas. Quien mejor supo relatar el "síndrome de Kafiristán", Rudyard Kipling, en la narración El hombre que pudo reinar, lo deja muy claro cuando, ante las preguntas de Peachey Carnehan y Daniel Dravot, los aventureros que habían pertenecido al ejército imperial, recurre a la Enciclopedia Británica, compendio de los conocimientos de la época, sin encontrar apenas noticias sobre aquellas tribus bárbaras tan aficionadas a expulsar invasores.
Es obvio que Carnehan y Dravot, dos buscavidas, se exponen a los riesgos de Kafiristán para hacerse con un botín, pero, tras múltiples adversidades, descubren que hay algo más relampagueante que el oro mismo: el poder de sentirse respetados como si fueran elegidos de los mismos dioses. Kipling, en su delicioso relato, hace que los dos patanes reaccionen de modo muy distinto ante aquel poder. Carnehan, con el sentido común que le proporcionan los bajos fondos de los que proviene, huele el perfume extraordinario pero se defiende de sus efectos. Gracias a las joyas halladas es rico y quiere regresar a casa para experimentar la vulgaridad de los ricos. Dravot, por el contrario, se embriaga con el aroma de la flor de los pétalos transparentes, de modo que él, que ha soñado toda la vida con el oro, acaba soñando con una imagen sublime de sí mismo. En la adaptación que John Huston hizo de la narración de Kipling -una de las mejores películas de aventuras jamás rodadas- el desbordamiento espiritual de Dravot se acentúa con la maravillosa revelación de que esos bárbaros irreductibles, "más blancos y rubios que los ingleses", son lejanísimos herederos de las tropas de Alejandro el Magno, que cruzaron -ellas sí, victoriosas- Kafiristán, camino de la India. Y Dravot, en su instante supremo de gloria, puede sentirse un nuevo Alejandro, antes de que su cabeza soñadora sea seccionada y sus despojos devueltos a Bombay y a la miseria por su fiel amigo, el realista Carnehan.
La fábula de Rudyard Kipling es, sin duda, el más hermoso acercamiento al misterio de Kafiristán, un misterio que, por supuesto, está lejos de agotar: la literatura descorre un velo para permitir el descubrimiento de los otros cientos de velos que preservan el corazón del enigma. Para hacernos con éste deberíamos conseguir la flor de los pétalos transparentes. Pero, por fortuna, refugiada en los valles inaccesibles, ella permanece oculta a la mirada de los sucesivos invasores.
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