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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El último muelle

Enrique Vila-Matas

1 - El pintor Bram van Velde fue un hombre que vivió hasta tal punto aislado en el transcurso de su larga existencia (1895-1981) que, según nos explica su amigo Charles Juliet, no tuvo más que cuatro o cinco personas que verdaderamente le prestaron atención porque intuyeron lo que palpitaba en él. Una de ellas fue Samuel Beckett, que en 1945, cuando nadie aún estaba esperando a Godot, reparó en este holandés profundamente solitario y callado al que pintar le resultaba muy difícil, porque buscaba eliminar lo accesorio y encontrar lo esencial.

Van Velde había abandonado su Holanda natal a los 25 años -"desaparecí en mi aventura; no más país, familia, vínculos"- y no regresó hasta que era ya un completo anciano. Hasta los 50 años, trabajó en una soledad absoluta, dedicado exclusivamente a pintar, pero sólo cuando sentía que podía hacerlo. Sus primeras exposiciones, cruzada la barrera de los 50, fueron un absoluto fracaso. Cuando la miseria apabullante había llegado al límite extremo de lo que un artista puede soportar se encontró con Samuel Beckett, cuyo primer ensayo en francés después de la II Guerra Mundial -incluido en su libro Disjecta- estuvo dedicado a la pintura de Van Velde, "diría que no abstracta, sino concretamente metafísica".

Beckett, que se dedicó a exponer en ese ensayo sus teorías sobre su propio arte, no hacía mucho que acababa de tener una revelación junto al mar; una revelación tan simple como decisiva. Descubrió el camino de su vida en el momento mismo de ser consciente de su estupidez. A partir de entonces expresaría sólo todo aquello que en verdad sentía. Y por ahí comunicó sin duda con Van Velde.

Fue una noche inolvidable aquella en la que se produjo para Beckett esa especie de epifanía, de revelación junto al mar. Fue uno de aquellos momentos, raros en la vida, en los que se tiene la impresión de que, a pesar de la nulidad del hombre, hay unos cuantos instantes privilegiados en la tierra, momentos que hay que saber captar y canalizar.

Como tantas veces, el escritor erraba solitario y se encontró de pronto en la punta de un muelle barrido por la tempestad. Entonces le pareció que todo recuperaba su lugar: años de dudas, de búsquedas, de preguntas, de fracasos, cobraron de pronto sentido y la visión de lo que tendría que realizar se le impuso como una evidencia. Entrevió el mundo que debía crear para poder respirar. Entrevió que debía instalarse en lo más ínfimo y marchar siempre rumbo a lo peor. Y comprendió de inmediato que nada puede sucederles a los seres que están de por sí ya muy hundidos.

2

- Sólo una solución les queda a los vencidos: no esperar ninguna.

"El cambio horrible -decía Edgar, el hijo del conde de Gloucester en Rey Lear- llega siempre desde lo mejor. Lo peor nos devuelve a la risa. Bienvenido, pues, aire insustancial que abrazo. El miserable a quien has lanzado con tu soplo rumbo a lo peor no debe nada a tus soplos".

3

- Instalado en lo peor, nada más infame podía ya llegarle. Y nadie como Beckett para descubrir que van Velde se había instalado allí. Una vida secreta. Encuentros con Bram van Velde, de Charles Juliet, es una aproximación en dos fases al mundo de este pintor holandés visionario y de obra pictórica intensa, difícil, esencial. Lo ha publicado Rosa Cúbica, la heroica editorial que dirigen Victoria Pradilla y Alfonso Alegre Heitzmann.

Al modo de Carl Seelig en sus Paseos con Robert Walser, Charles Juliet se acerca al pintor holandés para tratar de comprender ciertos enigmas de su relación con la vida y la pintura. Pero el misterio permanece en gran parte. En algunas ocasiones se diluye, como cuando Juliet habla de sí mismo y le dice al pintor que ha empezado a sentirse menos ávido de lo que en arte pueda hacerse en otros lugares, y van Velde le comenta: "A partir del momento en que uno cae en su propia aventura se deshace de todo ese fárrago".

Van Velde se revela, a través de sus paseos o encuentros con Juliet, como uno de los artistas menos habladores de la tierra, aunque su amigo consigue arrancarle, a lo largo de los años, una serie de parcas frases que alcanzan para la comprensión parcial del misterio de la actitud de este artista en quien Beckett detectó una especie de "negligencia categórica, de altiva desidia" hacia lo más ligado a la pintura: el trabajo con los colores y las formas. Como dice Hugo Gola -traductor y prologuista del libro-, los intensos diálogos de Juliet con Van Velde son iluminadores para aquellos que, más allá de aprender el oficio o la técnica de la pintura, quieran adentrarse en las etapas de un proceso de inmersión y de tanteo de la oscuridad.

Una vida secreta es un libro que nos acerca a la médula del problema que el arte verdadero tiene siempre con la sociedad y, además, nos sitúa en un paisaje moral. "Cuando no pinto, estoy siempre en el camino. Espero, me preparo". En Van Velde las frases caen de tarde en tarde y lo esencial no se le escapa nunca. Dice, por ejemplo, como si hablara de sí mismo, pero refiriéndose a Beckett: "Se le ve desamparado y posee una fuerza que da miedo. Ambos extremos son necesarios". Y ambos extremos están en este libro, que nos habla de verdades olvidadas. Verdades como puños, que decíamos de niños. Verdades para las que no hay más que mirar dentro de uno, porque todo está allí. Y porque nada es tan cierto como que hay que arrancarse de este mundo, de esta vida que llevamos, aunque sólo sea para estar en el camino, a la espera del acontecimiento en el paisaje moral del último muelle: una de esas pinturas de van Velde que siempre atraviesan una tempestad.

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