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Para qué sirven las películas

Siempre he ejercido mi oficio de cineasta en medio de un estado mental contradictorio: al puro entusiasmo que me provoca el mero acto de rodar, se une la desazón de la certeza de que las películas no cambian el mundo, ni transforman ciencias, ni hacen la existencia más llevadera, el subterráneo convencimiento de que las películas no sirven para nada. En eso, como en tantas cosas, estaba equivocada.

Por primera vez, tengo pruebas palpables de que una película sirve, reconforta, ayuda a entender las cosas que pasan, a descifrar el denso ladrillo de la vida cotidiana, a vivir.

Hace unos días, después de un pase de Mi vida sin mí, se me acercó una chica de unos 17 años. No tenía los ojos enrojecidos, ni esquivaba mi mirada, ni balbuceaba: sólo sé que me cogió la mano con firmeza y me dijo: "Gracias por hacer esta película, gracias por ayudarme a entender los silencios de mi padre, que murió hace dos años. Yo he vivido estos dos últimos años reprochándole que no me dijera nada de su enfermedad y ahora por fin lo he entendido, lo he sentido, lo he vivido con la película. Ha sido como tenerle mi lado diciéndome: '¿lo ves, lo entiendes ahora?".

Emocionarse en el cine equivale a que vidas reales entren en sintonía con vidas inventadas

La miré, no sabía qué decir, sé que sentí el impulso de abrazarla, pero como soy terriblemente tímida me contuve y no lo hice. Se fue. No me dio tiempo a que le diera, a mi vez, las gracias. Y quiero hacerlo. A ella y al chico de Vigo que me ha escrito diciéndome que después de ver la película ha decidido ser director de cine "para emocionar a la gente, para tocarle el corazón y la cabeza"; a la señora que me dijo que a la salida del cine se bebió entera una botella de agua mineral de litro y medio para recuperarse de las lágrimas que había vertido, que eran las primeras en 10 años; al taxista que me dijo que ya era hora de que alguien reivindicara a Mili Vanili y que no escuchó mis explicaciones de que la reivindicación estaba teñida de ironía; a la chica que rompió con su novio después de ver la película porque éste no entendió que Ann, la protagonista quisiera a dos hombres a la vez (imagino que me he ganado la antipatía del novio para siempre); al amigo que me ha dicho que lo mío no es cine, sino Trankimacine; al periodista belga que corrió a llamar a una amiga de la infancia después del pase de la película en Berlín, porque no podía soportar la idea de dejar una cosa más para mañana; a esa amiga escéptica que dice que es la primera película que le gusta cuyos protagonistas son todos buena gente; a la pareja que dudaba en la cola del cine sobre si ver Chicago o Mi vida sin mí y a la que convencí de que vieran la mía, claro, diciéndoles que si no les gustaba les devolvería el dinero y les pagaría las palomitas (¡y no tuve que hacerlo!); a los que vierten lágrimas con la película y a los que lloran por dentro; a todos los que me escriben con historias personales, vividas, emocionantes, historias que nacen, que salen, que convergen en la película, cuya autoría ya no me pertenece, ya es una especie de ente compartido por los que la hicimos y los que la ven y la sienten suya.

Gracias a todos por mezclar sus vidas con la vida inventada de la película. Por devolverme la fe en el poder de la ficción como espejo de lo que desearíamos que fuera real. Por demostrarme, con cartas, con mensajes, con sonrisas, con silencios, con hechos, que las películas sirven para algo, algo frágil, tenue, momentáneo, innombrable, pero poderoso. Sé que, a partir de ahora, no podré vivir y rodar de la misma manera. Que mi vida sin la película será otra.

Ahora, si tan sólo pudiéramos hacer que ese señor que parece sacado de un mal telefilme, ese señor que es presidente de Estados Unidos, viera en programa doble Senderos de gloria (Stanley Kubrick) y La delgada línea roja (Terence Malick), a lo mejor se le pasaban las ganas de hacer una guerra. Pero, viendo la clase de tipo que es, probablemente se dormiría ya en los títulos de crédito.

Isabel Coixet es directora de cine.

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