Los sentidos y la plaza Reial
En esta ciudad se hacen cenas a ciegas, ¡qué escándalo! Cada miércoles y jueves por la noche, en el restaurante Taxidermista de la plaza Reial (hay que reservar, teléfono 93 412 45 36). En realidad, a ciegas del todo no son. Están tuteladas por el Teatro de los Sentidos, la compañía liderada por Enrique Vargas, instalada desde 2004 en el Polvorín de Montjuïc, que ha producido espectáculos muy bien recibidos por la crítica, como El hilo de Ariadna (Grec 2003), La memoria del vino (Fórum 2004) y El eco de la sombra (Grec 2006). No he visto ninguno de estos espectáculos, todo lo que sé es que se trata de un teatro de la experiencia que investiga los lenguajes no verbales. La cena ha sido convocada para periodistas, cosa que, advierten los miembros de la compañía, distorsiona El bodegón de los sentidos, que así se llama la obra, pues la gente normal, como es obvio, no acude a cenar con cámaras de televisión, focos y flases. La cosa empieza con unas muchachas de gestos muy suaves acompañándonos al sótano abovedado del local. Allí, en un ambiente oriental con una luz muy tenue, nos invitan a sentarnos en el suelo y a oler los contenidos de unas cajitas llenas de especias y hierbas aromáticas, mientras nos susurran una historia de familia en torno a una mesa y nos invitan a recordar un sabor querido. Luego nos vendan los ojos y nos conducen hasta las mesas. Una música arpegiada de aire medieval acompaña la llegada de los platos. Los hueles. Tu tutora sensorial te lleva los dedos, de forma amigable más que erótica, hasta el pan todavía caliente, el borde del tazón o el tallo de las copas con el vino. Se busca el viaje interior hacia los sentidos más desvalidos -el gusto, el olfato, el tacto- frente a la tiranía de lo visual. Está bien, el menú -que no se desvela aquí porque la sorpresa forma parte de la experiencia- está muy rico y el ambiente que se crea es de una relajación y paz sanamente hippy. Pero yo, la verdad, prefiero ver lo que como, casi tanto como a quien come conmigo. De forma que tras cenar con el Teatro de los Sentidos regresé al Taxidermista un mediodía para consumir el honesto menú de ocho euros (escogí sopa de caldo y cordero al horno, acompañados por un Cepas Viejas del Bierzo, todo más que razonable) en compañía de Berta Muñoz, alma del establecimiento y de la joint venture con el Teatro de los Sentidos.
Berta cuenta que conoció el Taxidermista cuando todavía era el Museo Pedagógico de Ciencias Naturales que se anuncia en los viejos rótulos. Corría la primavera de 1968, ella tenía 14 años y fue lo primero de la ciudad que le llevó a ver su padre, el crítico, guionista y director Ricardo Muñoz Suay (1917-1997), artífice de la productora comunista UNINCI -que posibilitó el rodaje, entre otros, de Viridiana (1961), de Buñuel- y fundador, en 1985, de la Filmoteca de la Generalitat Valenciana. Berta recuerda las colecciones de fósiles, mariposas, reptiles, aves disecadas e incluso algunas cabezas jibarizadas -lo que más le impactó- atiborrando el sombrío local bajo los soportales. Poco podía imaginar entonces que en 1999, licenciada en Historia del Arte, acabaría abriendo allí un restaurante (diseñado por Beth Galí, que vive justo encima). Sin embargo, la cosa tiene una cierta lógica sensorial. Berta se ha convertido en atenta observadora y coleccionista de fotos de la plaza Reial, lo cual la lleva de nuevo al arte, al taxidermismo y ya de paso a la literatura. Conserva la imagen de Dalí retratándose junto a un rinoceronte disecado recién adquirido en la entrada del comercio, donde también solía abastecerse de insectos para sus obras, y la de Pablo Neruda sentado en una de las terrazas, acompañado por un jovencísimo Francesc de Carreras que le entrevistaba para el semanario Destino. Más recientemente, el malogrado detective Pepe Carvalho acudió al restaurante en su última aparición en El hombre de mi vida.
Ahora bien, Berta no mira sólo lo que fue la plaza, sino lo que es cada día. Reconoce que ha mejorado de tres años a esta parte, que ya no es el lugar de acampada de mochileros, personas sin techo, artistas de peor o mejor fortuna y toda suerte de fauna de paso por la ciudad. Por el contrario, se queja del furor reglamentista del Ayuntamiento, que obliga por ejemplo a utilizar en las terrazas un mismo tipo de sombrillas que acaban desvencijadas e inestables. Ella apuesta por los sólidos toldos de los cafés de París o Florencia -siguió sus estudios de arte en la capital toscana-, y lamenta que entre nosotros siga mandando la peor estética del turismo masificado. Tampoco entiende que las estufas de butano de las terrazas sean tan letales por sus emisiones de CO2, ni que los camareros -tiene a su cargo 30, de ocho nacionalidades- deban convertirse en policías para evitar comportamientos incívicos. Pero es de las que no se rinden en el empeño de dignificar la plaza más bonita de Barcelona. Y si ahora ha llevado al Teatro de los Sentidos a los sótanos que sirvieron durante la guerra de refugio antiaéreo, en el futuro no descarta promover alguna actividad relacionada con el documentalismo cinematográfico. Los sentidos de Berta por esta plaza siguen muy despiertos desde aquella lejana visita con su padre al comercio en el que, mucho tiempo atrás, estuvo expuesto el Negro de Banyoles, viejo amigo.
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