El derribo del teatro de Sagunto
Nos anuncian otro desaguisado: el derribo de las obras de restitución del teatro romano de Sagunto, proyectadas y dirigidas por los arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli. Fue un encargo de la Generalitat Valenciana del período socialista, siguiendo el empuje arriesgadamente ilustrado de Tomás Llorens. Una vez terminadas las obras, la Generalitat del PP ha ordenado derribarlas, argumentando que la restitución no es respetuosa con el testimonio de las ruinas. Y en ese insólito cometido ha logrado el apoyo de no sé qué poderes judiciales que, por lo visto, ya se atreven a sentenciar con criterios históricos y estéticos en temas culturales tan complejos. El resultado es que la piqueta y el bulldozer están a punto de empezar, si alguien no lo remedia. En este mismo periódico Antón Capitel publicó un artículo (18 de junio de 2002) en el que demostraba la ilegalidad de la orden de derribo y la inmoralidad del consecuente despilfarro económico. En toda España y en el resto de Europa han aparecido voces de protesta que provienen de diversos campos culturales y políticos, convencidos de que la decisión es una vulgar consecuencia de una política populista que intenta borrar los rasgos de inteligencia de la anterior administración. No hace falta insistir en estos aspectos tan evidentes, pero no quiero perder la ocasión de subrayar el substrato anticultural de la operación -de su tono anticuado y reaccionario- tan típico de la derechona española.
Grassi y Portaceli han hecho en Sagunto una obra -sin duda discutible, radical en extremo- que ha originado interesantes debates universitarios en todo el mundo sobre la restauración, la rehabilitación y la restitución de un edificio antiguo o de sus ruinas, a menudo modificadas y reinterpretadas a lo largo de la historia y algunas veces convertidas en 'ruinas artificiales' como dice el propio Grassi. Eso es lo que había en Sagunto: unos restos a los que cada generación había añadido los pequeños gestos de su superflua versión histórica y paisajística y que ya no tenían ninguna referencia a la tipología esencial de un teatro romano, tanto por las ausencias como por los añadidos. No era posible, por lo tanto, una restauración. O se mantenían los restos como un detalle pintoresco del paisaje o se procedía a una restitución con un proyecto que, sin eliminar los testimonios arqueológicos, superara el exclusivo protagonismo de las ruinas. Restituir, en este caso, era construir un teatro 'a la manera de los antiguos romanos', sobre las huellas existentes, ofrecido a la actividad moderna, sin perder ningún factor decisivo de lo que era un 'tipo edilicio definitivo' en el devenir de la historia de la arquitectura y del teatro. Un tipo que hoy sigue siendo utilizable, comprensible.
Quizás lo más importante del proyecto y su realización ha sido la fecunda investigación sobre diversos teatros romanos y sobre las propias excavaciones en curso para definir las características esenciales de esa tipología y utilizarlas de manera esencial y no anecdótica. Naturalmente, la operación ha sido complicada y en algunos aspectos agresiva respecto a la visión que se tenía de todo el entorno, sobre todo en la restitución del escenario que ha tomado el protagonismo volumétrico que le correspondía, interpretando en términos casi abstractos las esencias funcionales y simbólicas del scenafronte y el postscaenium. Este cambio de paisaje ha provocado reacciones diversas entre los que no han entendido que lo prioritario, lo eficaz, era referirse a una tipología que tiene un evidente valor actual, más que al romanticismo de un paisaje inútil y ya manoseado por restauraciones fragmentarias. A los llamados 'conservacionistas' -impulsados por los fervores electorales de los 'conservadores'- les ha sido fácil levantar protestas falseadas con la hipocresía seudoerudita del respeto a los monumentos, sin querer entender que la permanencia del tipo -incluso su reinterpretación formal en cualquier canon estilístico- es uno de los pocos caminos que justifican y han de promocionar la intervención en los edificios antiguos.
No se trata aquí de defender un proyecto en sus detalles compositivos o estilísticos, sino en su radical propuesta conceptual. Si esta obra se derriba, habremos eliminado el ejemplo más significativo de una nueva posición respecto a la debida permanencia de los grandes monumentos antiguos, la mayor parte de los cuales han de ser utilizados modernamente, 'a la manera antigua' si los queremos vivos y activos en nuestra cultura.
Espero que los valencianos de cultura manifiesta -sean o no mayoritarios, estén o no en el poder- se opondrán a ese desaguisado como se están oponiendo -testimonios meritorios, abnegados, incluso útiles, pero, desgraciadamente, poco definitivos porque la política no los escucha- a la destrucción de valores tradicionales auténticos como el pastiche organizado con el traslado del patio del palacio del Embajador Vich, el esfuerzo para desvitalizar el Cabanyal con agobios inmobiliarios, el abandono del antiguo cauce del Turia en Quart, Paterna y Manisses, la agresión de las infraestructuras portuarias contra lo que queda de la huerta, sin olvidar la interesada e inculta mutilación de la propia lengua.
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