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Columna
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Un buen trabajo

Rafael Argullol

Un buen trabajo sobre un desastre. Hace unas semanas un profesor de literatura de instituto hizo llegar a mis manos el trabajo realizado por una estudiante de 17 años sobre las lecturas que había realizado durante la ESO y el bachillerato. "Lo entenderás todo", me dijo el profesor, "con respecto a lo que sucede en la universidad" y a la mentalidad inculcada a nuestros jóvenes.

Era un trabajo brillante, en especial si tenemos en cuenta la juventud de su autora, a la que llamaremos, para guardar el anonimato, Isabel. Isabel había elegido como ámbito de estudio su propia escuela, un colegio privado de Barcelona con una larga tradición; aunque teniendo en cuenta en todo momento los criterios exigidos por la Generalitat. En el apéndice del volumen se especificaban minuciosas estadísticas sobre los hábitos de lectura de los alumnos, así como sobre las normas de lectura vigentes, en parte impuestas por las autoridades políticas, en parte asumidas por los directivos del colegio. Isabel no se privaba de hacer algunos comentarios, la mayoría de ellos sensatos y valientes.

Se lee poco y lo que se lee es mediocre y pensado para lectores mediocres

Las conclusiones eran demoledoras incluso a los ojos de la propia autora. De entrada se observaba que entre los 13 y los 17 años se producía una drástica disminución de la lectura entre los alumnos consultados. A los 13 años, tres cuartas partes de los niños leían algo con cierta frecuencia; a los 17, más de la mitad de los adolescentes se vanagloriaban de no leer absolutamente nada, mostrándose, además, desinteresados por el tema. Esta parte del trabajo de Isabel informaba muy bien de la evolución de los jóvenes.

Sin embargo, también era interesante el apartado del estudio implícitamente dedicado a los padres puesto que, al interesarse la autora por la procedencia de los libros leídos por los estudiantes, las respuestas señalaban inequívocamente hacia el analfabetismo paterno: sólo un 3% de los libros partían de una biblioteca familiar, de manera que el resto eran comprados "porque figuraban en la bibliografía". De seguir los números planteados por Isabel, los hijos leían poco y los padres menos aún.

Con todo, el capítulo esencial del trabajo era el que se refería al tipo de lecturas al que accedían los estudiantes. Dicho de otro modo: ¿cómo subsanan las autoridades políticas y escolares las consecuencias de la incultura familiar que rodea a los jóvenes? Isabel explicaba que hasta hace unos pocos años la Generalitat elegía las lecturas y ahora propone un cierto número de ellas, entre las que el colegio selecciona unas cuantas.

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De la lista detallada en el apéndice se podían sacar muchos datos que daban respuesta a la confusa incógnita sobre cuáles son las lecturas de los estudiantes en la escuela y a por qué en la universidad, por lo general, se juzga como catastrófica la formación literaria de los alumnos recién ingresados. En las conclusiones del trabajo de Isabel, lúcida, no se privaba de establecer un diagnóstico: se lee poco y lo que se lee es mediocre y pensado para lectores mediocres.

Esto último llama la atención. Isabel se irrita porque al entrevistar a profesores de su colegio éstos le confirman que para ellos un adolescente es una especie de ser infantiloide al que sólo se pueden recomendar lecturas "breves", "entretenidas" y, a poder ser, con un "soporte cinematográfico", o sea, que exista una película que, en realidad, sustituya la terrible lectura del libro.

Si debemos hacer caso de la lista que cita Isabel -fácilmente comprobable, por otra parte-, esta acusación de infantilismo estaría justificada. En términos generales, las lecturas en los distintos cursos siempre parecen ir por detrás del contacto con la vida que tienen los jóvenes. A los 16 o 17 años, y aun antes, los estudiantes no creo que encuentren gran estímulo vital y espiritual en esa masa de libros infantiles y juveniles que aparentan ser el gran recurso de las autoridades, además de un muy próspero negocio (les recomiendo que examinen las editoriales y autores involucrados en él). A esa edad quizá sería el momento en que los jóvenes aficionados a la lectura -pocos o muchos- tuvieran a disposición un buen Stevenson, un buen Tolstoi, un buen Balzac y, por qué no, un buen Kafka.

Pero esto, señores, es imposible. Si los alumnos del colegio de Isabel -un colegio, como he dicho, de gran tradición- quieren leer a estos autores deberán buscarlos en otra parte porque en dicho centro, y durante todo el bachillerato, no se admite literatura universal, sino sólo local. Ni siquiera han sido admitidos dos libros tan fundamentales en la historia de la humanidad como El Alquimista de Coelho o El Código da Vinci de Brown, gentilmente ofrecidos por la Generalitat como ejemplos de imprescindible literatura internacional. A Isabel le hubiera gustado poder leer algo más a lo largo de estos años, pero esto, sencillamente, no estaba previsto. Ni era aconsejable.

Y entonces, en cierto sentido, se entiende que a los 17 años los lectores de libros sean la mitad o menos que a los 13. Si a uno no le ofrecen leer La isla del tesoro, Gargantúa y Pantagruel, Robinson Crusoe, Lord Jim o La Metamorfosis -por no decir los dificilísimos textos de Cervantes o Llull, para los que nunca se tiene la edad adecuada- y, por el contrario, le exigen la lectura de Fulano y de Zutano, eminentes únicamente para los comisarios literarios, casi es mejor abandonar y dedicarse a otra cosa.

Yo de ti, Isabel, enviaría el trabajo tan bueno que has hecho a las autoridades. Al menos, por una vez, oirán una voz auténtica.

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