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Columna
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Plan B: un autogobierno colonial

Mediado ya el mes de octubre se multiplican los síntomas de que, contra lo sugerido semanas atrás por doña María Emilia Casas, no será durante la próxima quincena cuando el Tribunal Constitucional dicte la esperada sentencia sobre el Estatuto catalán. Llámenlo casualidad, pero ello coincide con los intereses inmediatos del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que no quiere complicar todavía más el ya difícil apoyo de Esquerra Republicana a los Presupuestos Generales del Estado para 2010, ni crispar la actitud de Convergència i Unió en las Cortes durante ese trascendental debate. Resultan sintomáticos el aplomo y el desdén -desdén hacia la inquietud y la impaciencia de cientos de miles de catalanes- de la vicepresidenta Fernández de la Vega al declarar, el otro día, que ni le "preocupa" ni le "altera la respiración" la sentencia del Constitucional, y que le da igual que ésta se retrase hasta Navidad o hasta el año próximo. Hubiera podido añadir que, si no hay fumata hasta después de las elecciones catalanas de 2010, miel sobre hojuelas para los socialistas.

La política pujoliana del método del 'peix al cove' se ha demostrado más fácil de criticar que de sustituir

Es en este enervante contexto de aplazamientos sucesivos, mientras rumores e intoxicaciones nos mantienen en vilo y siembran la confusión acerca de cuál sería una sentencia leve, grave o de pronóstico reservado, donde debe situarse la filtración hecha desde fuentes de La Moncloa a Catalunya Ràdio el pasado fin de semana: el Gobierno español se compromete a garantizar el despliegue del Estatuto, aun si el Tribunal Constitucional dictase una sentencia adversa. ¿Cómo? Pues echando mano del artículo 150.2 de la Constitución -que permite transferir o delegar a las autonomías competencias de titularidad estatal- o modificando leyes orgánicas que chocasen con el Estatuto. En el peor de los casos, Presidencia del Gobierno dice confiar en una sentencia interpretativa e interpretable, que no guillotine el texto estatutario.

No sé si ustedes lo recuerdan, pero el nuevo Estatuto catalán empezó a gestarse en el seno de las izquierdas prototripartitas justamente para blindar la autonomía frente a interpretaciones arbitrarias, tanto como para sustraerla de pactos coyunturales que convirtieran las facultades de la Generalitat en objeto de cambalache partidista, en precio de un pacto de investidura o de un apoyo parlamentario. No sólo los socios del Gobierno de Maragall, sino incluso Convergència acabó por abominar, en 2004-2006, de la política pujoliana de peix al cove, de aquel agotador trueque de competencias por votos en el Congreso; un regateo que, además, reforzaba la imagen tópica del catalanismo fenicio, rapaz y chantajista.

Lo cierto es que el método del peix al cove se ha demostrado más fácil de criticar que de sustituir, y hoy vemos que Esquerra Republicana -nada menos- exige solemnemente el control del aeropuerto de El Prat a cambio de su voto a los presupuestos. Pero una cosa es la praxis, más aún mientras el Estatuto permanece sub júdice, y otra erigir la discrecionalidad y el coyunturalismo en fundamentos conceptuales del autogobierno catalán para los próximos lustros. Y esto último es lo que sugiere el mensaje de La Moncloa: que la vigencia de lo votado por la ciudadanía de Cataluña en junio de 2006 quede a merced de la buena voluntad del PSOE de Rodríguez Zapatero. ¿Y si un día los socialistas recuperan, con la mayoría absoluta, el furor jacobino? Y cuando el Partido Popular regrese al poder, ¿cabe esperar que modifique muchas leyes orgánicas para allanar la constitucionalidad del Estatuto? ¿No es un trato rigurosamente colonial poner los márgenes de actuación competencial de la Generalitat al albur de las cambiantes circunstancias políticas en Madrid?

Desde el PSC interpretan la actitud del Gobierno central como signo de su "compromiso con el autogobierno" catalán. A mi juicio, es más bien la penúltima prueba del fracaso del Estatuto, de la invencible resistencia del Estado a aceptar su pluralidad identitaria en un plano de igualdad.

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