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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Kerouac, el disco

En mi íntima lucha por la supervivencia, a menudo me lanzo a la compra de discos por las tiendas del Raval: Castelló, que lleva ya más de 70 años al pie del cañón; Revólver y Revólver de enfrente, con el calendario de los conciertos en las puertas; Kebra Disc y Kebra Disc de enfrente, que evocan en su nombre al zonard creado por Tramber y Jano; Wah Wah, una refinería que transforma el vinilo en música pop; Edison y Edison de enfrente, en cuyos escaparates se exhiben singles de los Chiripitifláuticos y de Kaka de Luxe...

Me gustan los días de lluvia, como estos que vuelven, y con las manos todavía un poco humedecidas rebuscar en las cubetas. El vaho que espiramos en las tardes de frío en las tiendas de discos procede de un calor especial. Es el humo de la máquina de vapor que nos mueve. Un fanático de los discos no puede dominar la pulsión de acumularlos, y periódicamente sucumbe a este arrebato. Tendría que existir un Vila-Matas que diagnosticase el mal de Montano de los aficionados a los compactos y a los vinilos, que nos lleva de la búsqueda de un disco a la caza de otro. Se puede estar a la par enfermo de literatura y discografía. Se lo juro. Es un impulso subterráneo el de los discos. Parece que por fin se le tiene controlado (en el caso de la literatura, ni soñarlo), y de repente entran las ganas y uno tiene que salir en busca de más.

Un fanático de los discos no puede dominar la pulsión de acumularlos. Cuando parece controlada, entran las ganas y hay que salir a buscar más

Estos días he sufrido un rebrote de tales accesos mientras me dirigía a comprar un cesto de mimbre en la calle de Banys Nous. Muy cerca hay algunas librerías de viejo. Por esta zona, temo especialmente la de Batlle, en la calle de la Palla. Comprar un canastillo en una mimbrería es algo admirablemente sencillo. En 10 minutos lo había hecho. Tenía la cesta en una mano y en la otra el comprobante de caja. Entonces consulté la hora. ("Sólo mirar, ¿vale? Comprar, no", pensé). Calculé el tiempo que podía tardar en atravesar La Rambla y ponerme en la calle de Tallers ("¡compactos!"). Probablemente podría hacer una incursión complementaria por la calle de las Sitges ("¡vinilos!"). Y quizá otra por la Riera Baixa ("¡más vinilos!"). Apuré el paso para no perder un solo segundo en desplazamientos, que más que acercarme a las tiendas separaban de ellas. Y allí los encontré, claro que los encontré, ¿cómo iba a ser de otra manera? Pero en esta ocasión, ¡qué pieza, amigos!: Kerouac. Kicks Joy Darkness (Rykodisc, 1997). Un compacto de homenaje al que fue mi escritor tutelar cuando creía estar más cerca de las carreteras del Medio Oeste que de los campos de Castilla. En este disco he escuchado la pausada voz de Jack Kerouac, y la voz alegre y vibrante de Ginsberg (cuya muerte me hizo sentirme solo), y también la tortuosa voz de Burroughs (su libro El trabajo circula en fotocopias porque lleva sin reeditarse desde 1971), y la voz tan culta y americana de Ferlinghetti (de quien se dijo que tenía "la librería más hip de Norteamérica", y a mi entender la llamaban hip porque era de las que quitaban el hipo), y la voz entrecortada y un punto ronca de Hunter S. Thompson (al que el poeta angloasturiano Roger Wolfe le tomó el pulso en una delirante crónica, no recuerdo ahora si sobre el descenso del Sella), y la voz de tipa dura de Patti Smith (que recita con la épica de Ginsberg), y las voces de Juliana Hatfield y de John Cale y de Johnny Deep, entre muchas otras.

Salvador Dalí dijo de Kerouac que era más hermoso que Marlon Brando cuando le conoció en el Russian Tea Room, un restaurante de Nueva York que sirve entrantes de salmón ahumado y caviar Sevruga. En aquellos días Jack Kerouac ya estaba echado a perder por el alcohol y las anfetaminas. Su novela Los subterráneos iba a adaptarse al cine y se propuso a Brando como protagonista (al final ese papel lo interpretó George Peppard). Lo que fascinaba de Jack Kerouac era su belleza proletaria, su peinado de clase obrera. Hasta entonces (Yonqui de Burroughs es tres años posterior a En el camino), los aspectos más marginales de la vida urbana -la ciudad creciente tras la II Guerra Mundial...- habían sido abordados por la literatura con cierta mojigatería. Acaso, en Chicago, Nelson Algreen se atrevió un poco en 1949 con su novela El hombre del brazo de oro. Por cierto, se conserva una postal con la vista del puerto de Barcelona enviada por Algreen desde esta ciudad (10 de mayo de 1960), en la que da a John Clellon Holmes (el propagandista de la generación beat) la dirección de Carlos Barral para que se ponga en contacto con él. No sé si al final fue así. Tal vez no. Pero las cosas siempre encuentran un camino. El año pasado di en los encantes de Glòries con un delicioso ejemplar de Ángeles de desolación, de Jack Kerouac, editado por Luis de Caralt en 1968, a los tres años de su aparición original.

Enfermos de discos y de literatura, nosotros, la pandilla, tomamos de Kerouac el nombre de En el camino para bautizar nuestro primer programa en Radio Lliure de Sant Adrià. Lo amábamos como a uno de los nuestros. Le leímos sin descanso porque pretendimos que existiera permanentemente entre nosotros. Hace poco, un amigo me dijo que había visto varios ejemplares de su Big Sur en La Central y me precipité hacia allí porque de repente volví a sentirme Sal Paradise.

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