Héroe de autobús
Un 26 de octubre de 1987 compré en Barcelona Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau. No sabía nada de su contenido y me pareció que había llegado el momento de conocerlo, las mejores mentes de mi generación hablaban muy bien del libro.
Subí con mi ejemplar recién comprado de Ejercicios de estilo al autobús de la línea 24, que debía dejarme en casa. Compré un billete y, por temor a que después me lo pidiera el revisor y no lo encontrara, me lo puse en la boca; pensé que así lo tendría más a la vista del inspector si éste se presentaba. En aquellos días, tenía miedo de los revisores, de los inspectores, de los interventores, de toda una serie de profesiones que me intimidaban.
A mitad de trayecto, empecé a hojear distraídamente Ejercicios de estilo y vi que el libro narraba, con cien estilos diferentes, siempre la misma anécdota trivial. Sería trivial, pero la historia, contada de cien modos distintos, me divirtió cien veces y muchísimo, seguramente porque además la anécdota sucedía en gran parte en un autobús y yo iba en aquel momento en un autobús, y quizás por eso me entró tan rápida la anécdota en la cabeza, como si yo circulara por ahí con un calzador, no un calzador para los zapatos, sino un calzador para leer en los autobuses las historias que pasaban en ellos.
La historia era tontísima, pero me fascinó una barbaridad. En un autobús de París, un joven con sombrero de fieltro y cuello estirado se enfadaba cada vez que la gente bajaba del vehículo porque había un pasajero -siempre el mismo- que aprovechaba la circunstancia para pisarle. Se producía una estúpida bronca, hasta que el pasajero protestador y llorón encontraba un sitio libre y se sentaba. Dos horas después, el narrador encontraba casualmente al mismo joven imbécil, ahora en la plaza de Roma; estaba sentado en un banco con un compañero, no menos idiota, que le decía: "Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo".
La anécdota era sumamente trivial pero era contada de cien formas distintas y se aprendía mucho a escribir y, sobre todo, a descubrir cuál era nuestro propio estilo. La historia era estúpida, pero el hecho de que arrancara en un transporte público me dejó atrapado en ella desde el primer momento y hasta miraba a mi alrededor para ver si en mi autobús había algún joven mentecato al que, a la menor oportunidad, la gente pisara con saña.
Tan fascinado quedé con mis Ejercicios de estilo que, sin darme cuenta y por la satisfacción misma que me iba produciendo leer aquello que podía estar pasando en el mismo autobús en el que viajaba, fui chupando como un loco el billete y al final me lo tragué. Cuando llegó el revisor, de nada me sirvió decirle que me lo había tragado por culpa de una historia idiota que había estado leyendo y que me había hecho reír mucho. La multa fue de órdago.
En aquellos días, no sólo tenía miedo de revisores y fiscalizadores, sino que, además, tenía la impresión -y así lo escribía continuamente- de que a mí me pasaban cosas raras. Hoy en día, ya no puedo decir lo mismo porque el mundo en los últimos tiempos se ha vuelto tan absolutamente extraño que es difícil que algo no nos parezca raro. Ya nada de lo que se nos presenta hoy como normal nos lo parece. Pero es cierto que en aquellos tiempos, hacia 1987, tenía la sensación de que muchas veces me sucedían cosas fenomenalmente raras. Por ejemplo, no muchas semanas después de haber subido al autobús de la línea 24 con aquel libro de Raymond Queneau, subí un día a otro 24 con un libro de cuentos de Sergi Pàmies recién comprado y al ponerme a leerlo -cómodamente sentado en ese lugar que yo consideraba que era el ideal, situado en lado pasillo del conjunto de dos asientos con balcón que se asoma a la plataforma de salida y permite tener un buen punto de observación al tiempo que estar cerca de la salida- me encontré con un relato en el que, si ahora no recuerdo mal, un joven iba en autobús y chupaba su billete hasta acabar comiéndoselo y uno imaginaba que terminaban poniéndole una multa de órdago.
El cuento era extraordinario, pero lo que más me impresionó fue que la anécdota que contaba ya la hubiera vivido yo antes. Si a eso añadimos que la leí en un autobús, resulta fácil imaginar lo atrapado que quedé en ese cuento, hasta el punto de que volví a tragarme mi billete, aunque en esta ocasión no hubo revisor, pues me bajé en la primera parada que hizo el autobús. Al bajarme, me acordé de Pere Calders, magnífico cuentista y hombre extraordinariamente tímido, que, según había contado él mismo, no apretaba nunca el botón rojo con el que los pasajeros anuncian al conductor que se bajan en la siguiente parada, pues prefería esperar siempre que lo hiciera antes alguien por él. Si nadie tocaba el botón y veía que sólo él iba a descender, prefería no bajar y esperar a la siguiente: como tímido que era no se atrevía a hacer que todo un autobús parara sólo porque él tenía que bajarse.
No soy tan tímido como él, pero, desde que conozco esa historia de Calders, jamás he obligado a un autobús a parar sabiendo que seré yo el único que baje. Actúo así no por timidez, si no por transformarme en algunos viajes en personaje de Calders cuando no en Calders mismo. Me gusta ser héroe modesto de autobús, y de eso, sin duda, los señores Queneau y Pàmies tienen toda la culpa. Casi creo verlo anunciado: Queneau y Pàmies, compañía moderna de autobuses. Un día me cambiaré a esa compañía y pararé un autobús entero para bajarme yo solo en una de sus paradas.
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