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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Euforia de Duchamp

1 - Puede que la memoria me engañe, pero Conversaciones con Marcel Duchamp fue el primer libro que compré por la contraportada. Como lo importante no es que el recuerdo sea verdadero o inventado, sino la verdad que dicta la memoria, doy por sentado que ese fue el primero que compré por el moderno sistema de mirar en la página de atrás, es decir, de mirar más allá, en realidad fuera ya del libro. Año de 1972, editorial Anagrama. El autor era Pierre Cabanne. En la contraportada podía leerse: "Marcel Duchamp ha sido, según André Breton, uno de los hombres más inteligentes (y para muchos el más molesto) de este siglo. También uno de los más enigmáticos. De ahí el interés extraordinario de este libro en el que Duchamp expone sus ideas acerca de su obra, de su forma de vivir, de su progresiva renuncia a la actividad artística...".

En aquellos días, aparte de que al igual que ahora me interesaran las personas inteligentes, molestas y enigmáticas, buscaba orientarme en el mundo, y en aquella contraportada parecía insinuarse que Duchamp tenía ideas sobre la forma en que había que vivir. Compré el libro no sólo para averiguar qué clase de fórmula era aquella, sino también seducido por la extraña idea que se anunciaba allí: renunciar progresivamente a toda actividad artística. ¿Cómo era posible? Apenas acababa de dar mis primeros pasos ilusionados en la esfera general del arte, y no parecía lógico -hoy sé que había una lógica mortal en aquel impulso- que ya pensara en dejarlo todo.

Compré el libro, y quedé para siempre bajo el influjo de ciertas ideas vitales allí encontradas. Por decirlo más claramente, Conversaciones con Marcel Duchamp terminó por convertirse en mi biblia. Aun así, cuando anteayer hice que me acompañara en mi primer viaje de Barcelona a Madrid en AVE, hacía 20 años que ni lo hojeaba. El trayecto de ida fue de ensueño y de una distinción imposible ya de encontrar en ningún avión: mi compañero de asiento -sin duda una casualidad entre un millón- era un violinista, con su elegante violín situado en el portaequipajes. Acostumbrado a los viajeros en calzoncillos que pueblan los aviones, la diferencia la aprecié mucho. Durante el trayecto, leí distraídamente en el periódico de mi vecino violinista un titular sobre el hombre-bala moderno: un suizo acababa de volar a 200 kilómetros por hora durante 10 minutos con un ala con motor de reacción. Quedé tan perplejo que no supe qué pensar, y la prueba es que, con toda la simpleza del mundo y viendo que íbamos en ese momento a la misma velocidad, me alegré simplemente de ir más cómodo que el suizo volador.

En la llegada a Madrid fue donde más registré las diferencias entre un tipo de viaje y otro. En la fila india de catalanes que esperaban un taxi, todo el mundo comunicaba por móvil a sus allegados si era mejor el avión o el tren. Lo mejor de todo, la entrada en la ciudad. Nada como en cinco minutos circular ya por la Castellana, protegido por la sombra de los grandes árboles, y no dentro de un taxi de la T4 marchando por la pelada y horrible autopista.

2 - Dediqué más tiempo a Duchamp en el viaje de vuelta. En las escasas tres horas que duró el regreso -asombra lo rápido que llegas a Barcelona aun sabiendo la hora a la que llegas- tuve tiempo de reencontrarme con algunas de las frases que en su momento más me habían marcado, acaso porque contenían todo un programa de vida: "Me gusta más vivir y respirar que trabajar. Así pues, si usted quiere, mi arte consistiría en vivir; cada segundo, cada respiración es una obra que no está inscrita en ninguna parte, que no es ni visual ni cerebral, y sin embargo, existe. Es una especie de constante euforia".

Espiando precisamente esa constante euforia, me dediqué en la vuelta a repasar las páginas que subrayé en su momento y pude confirmar que habían dejado estricta huella en mi vida. "Gracias a mi suerte he podido pasar a través de las gotas", decía Duchamp, y hablaba, por ejemplo, de que pronto comprendió que no debía cargarse a la vida con demasiado peso, con demasiadas cosas por hacer, con una casita en el campo y unos niños y todas esas cosas. ¿Le imité en su funcionamiento de machine celibataire? Es más que posible. El libro terminaba con una declaración de envidiable euforia: "He sufrido las molestias que asaltan a todas las personas que tienen 79 años: ¡atención! Soy muy feliz".

¿Qué hizo de Duchamp el artista más importante del siglo pasado si, como se sabe, nunca valoró el arte como panacea de nada? Pues probablemente su ironía y su escepticismo, y su distancia con todo aquello que podríamos denominar la religión del arte, esa idea estúpida de que en la cultura podríamos hallar la salvación. "Me temo que en arte soy agnóstico", dijo Duchamp a Cabanne. Lo subrayé en la primera lectura del libro, y añadí: "Como religión, el arte ni siquiera está a la altura de Dios".

No olvidaré cuando, al descender en la estación de Sants, me entró una gran euforia al pensar en una nota escrita por mí en uno de los márgenes del libro de Duchamp, una nota durante años olvidada y por fin felizmente recobrada: "Mi vida siempre irá por delante del arte". Descubrí que había cometido un error olvidando durante 20 años aquel precepto y que haría bien en volver a la vieja contraseña de antaño. Mi euforia se redobló al recuperar la ironía duchampiana perdida en el largo camino. Tanto la recuperé que de inmediato vi en un escaparate de la estación una lata de azar en conserva. A través del espejo, detrás de mí y como si fuera la contraportada de un libro, el violinista del viaje de ida también contemplaba a la casualidad enlatada. Fue entonces fue cuando llamé a casa para decir que era mucho mejor el AVE que el Puente Aéreo. Vamos, seguro.

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