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Espacio público

Concluirá este mes de septiembre la exposición que en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona ha servido para mostrar los trabajos concurrentes al Premio Europeo del Espacio Público 2006, que convoca el Archivo del Espacio Público Urbano. La exhibición -En defensa del espacio público- nos ha deparado una excelente oportunidad para pensar qué quiere decir exactamente "espacio público", un concepto que ha ido ganando protagonismo en las dos últimas décadas, que ocupa hoy un lugar central en las iniciativas y las retóricas a propósito de los contextos urbanizados y que es bastante menos inocente y natural de lo que se antojaría a primera vista.

De entrada, espacio público podría ser un instrumento conceptual que le permitiera a las ciencias sociales de la ciudad agrupar los diferentes exteriores urbanos: calle, plaza, vestíbulo, andén, playa, parque, muelle, autobús..., entornos abiertos y accesibles sin excepción en que todos los presentes miran y se dan a mirar unos a otros, en que se producen todo tipo de agenciamientos -microscópicos o tumultuosos, armoniosos o polémicos-, en que se dramatizan encuentros y encontronazos, luchas y deserciones, reencuentros y extravíos... Inmensa urdimbre de cuerpos en movimiento que nos depara el espectáculo de una sociedad interminable, rebosante de malentendidos y azares. Ese espacio sólo existe como resultado de los transcursos que no dejan de atravesarlo y agitarlo y que, haciéndolo, lo dotan de valor tanto práctico como simbólico.

Para el urbanismo oficial espacio público quiere decir otra cosa: un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre la que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar en orden a que quede garantizada la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado y bien peinado que deberá servir para que las construcciones-negocio, los monumentos o las instalaciones estatales frente a los que se extiende vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlos apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. En ese caso hablar de espacio siempre acaba resultando un eufemismo: en realidad se quiere decir siempre suelo.

Afín a esa idea de espacio público como complemento o guarnición para los grandes pasteles urbanísticos, hemos visto prodigarse un discurso también centrado en ese mismo concepto. En este caso, el espacio público pasa a concebirse como la realización de un valor ideológico, lugar en que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso y otras supersticiones políticas contemporáneas, proscenio en que se desearía ver pulular una ordenada masa de seres libres e iguales, guapos y felices, seres inmaculados que emplean ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de amabilidad y cortesía, como si fueran figurantes de un colosal anuncio publicitario. Por descontado que en ese territorio toda presencia indeseable es rápidamente exorcizada y corresponde maltratar, expulsar o castigar a cualquiera que no sea capaz de exhibir modales de clase media.

Entre esas dos visiones se debate hoy esa nueva disciplina que en arquitectura atiende al diseño de exteriores. Por un lado los imperativos que marcan conjuntamente el mercado y la política obligan al arquitecto a afinarse en la producción de espacios que sean a la vez vendibles y vigilables. Para ello se le tienta con ofertas que pueden espolear su tendencia a convertir la obligación de crear en pura soberbia formal, de la que el producto suelen ser espacios tan irritantes como inútiles. Frente a las tentaciones de una ciudad hecha poder y hecha dinero, el arquitecto puede hacer prevalecer, en cambio, lo que quede en él de voluntad de servicio a la vida, es decir a eso que ahí fuera se levanta y se desmorona sin descanso, la actividad infinita de los viandantes, las apropiaciones a veces furtivas, a veces indebidas, de los desconocidos.

Contemplar el trabajo del Archivo del Espacio Público europeo otorga una cierta dosis de esperanza al respecto. La orientación de los materiales expuestos en el CCCB y los premios otorgados -muelle en el puerto de Zadar (Croacia); intersticio bajo una autopista en Zaanstad (Holanda)- parece apostar por hacer compatibles los lenguajes más creativos con la humildad de propuestas que son conscientes de hasta qué punto dependen de los usos y de los sentidos -sublimes o prosaicos- con que los usuarios acabarán determinándolos. He ahí, pues, la posibilidad de una arquitectura que renuncie a ser lo que algunos quisieran que fuera: un discurso arrogante que pretende convertir al mundo en modelo del que colgar sus diseños, vanidad de la que la que los intereses políticos y económicos sacan provecho. En vez de eso, la línea que se prima en esta exposición parece apuntar en otra dirección: la de un urbanismo que se pase al enemigo -lo urbano-; la de una arquitectura que entiende el espacio público como un ente vivo al que servir, haciendo de él lo que ya es: ese escenario ávido de acontecimientos, dispuesto para que las cosas se crucen y se junten.

Manuel Delgado es antropólogo.

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