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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Ciencias y letras

1

Estaba de visita en casa de mis padres, a principios de este octubre. Habíamos tenido en Barcelona una tarde plácida, pero de improviso había ido oscureciendo y en pocos minutos se había desatado una tromba de agua acompañada de gran descarga eléctrica. Llevábamos ya un buen rato en plena tormenta cuando, tras uno de los más colosales truenos, mi padre murmuró que no lo entendía. ¿El qué? No sé cómo, pero me apropié de un lenguaje técnico y me puse a explicarle el origen de la formación de un trueno. No olvidaré fácilmente aquel momento, porque de pronto me pareció que mi lenguaje científico sonaba ridículo. Cuando hube terminado, mi padre sonrió y dijo que estaba perfectamente informado de la existencia de las nubes altocúmulos y demás, pero que no había querido exactamente hablar de eso. Siguió un silencio, como si nos hubiéramos adentrado en una tensa espera hasta que llegara el siguiente trueno. Estábamos los dos ahora de repente inmóviles, a la expectativa.

-Yo hablaba del misterio -dijo mi padre.

2

Sostiene Steiner que vivimos en días científicos y que el lenguaje de las matemáticas reclama cada día más su atención, tal vez porque vive en un medio de alta ciencia, en Cambridge: "Nombraré tres problemas que en este momento en Cambridge son temas de discusión: la creación artificial de la vida, los agujeros negros [que son los límites del universo] según la teoría de Hawking y Penrose, y Crack [que descubrió el ADN con Watson] que dice: el ego cartesiano, la conciencia, es una neuroquímica que muy pronto conoceremos. Comparadas con esto, las novelas más agudas y extraordinarias me parecen prehistóricas".

Tanto entusiasmo por la ciencia me obliga a sonreír malignamente y a pensar en mi amigo Paco Monge, con el que tantas veces hablé de los tropismos, esas vibraciones imperceptibles que modifican las relaciones entre los seres humanos, pero sin que nosotros lo notemos, porque se extravían antes de que podamos captarlas. Fue Nathalie Sarraute quien, con más implacable atención, se dedicó a los tropismos y supo darles expresión literaria al situar todas esas derivas en la frontera misma entre lo que vemos y la vida de nuestra mente. Sospechábamos mi amigo y yo que la zona donde andan perdidos los verdaderos nombres de las palabras es un bosque vecino del que habitan esos tropismos o viajeros del extravío. Y que éstos, a su vez, son familiares de aquel odradek que poseía una movilidad extraordinaria y nunca se dejaba atrapar: ese carrete de hilo plano que se extravió en la imaginación de Kafka y nunca llegó a ser. He dicho sospechábamos, porque todo eso ocurrió hace mucho tiempo, en los días en que éramos científicos de la literatura y teníamos un lenguaje privado. Un día, Paco Monge también se extravió, como si fuera un tropismo más. Se perdió y me llegó desde un país lejano una carta suya póstuma, con una pregunta final que recuerdo muy bien: "¿Por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?".

Vuelvo a hacerme esa pregunta hoy tras mi sonrisa maligna al evocar la fe desmesurada de Steiner en la ciencia. Es una sonrisa cuya ironía procede de mi sospecha de que las matemáticas que los seres humanos hemos inventado (según algunas versiones) o descubierto (según otras) y de las que esperamos que sean una llave para acceder a la estructura del universo, muy bien podrían ser igualmente un lenguaje exclusivamente nuestro, un lenguaje privado con el que garabateamos en los muros de nuestra cueva o modesta universidad de la nada, al norte del bosque de los nombres sin cosas.

3

"El único misterio del universo es que exista un misterio del universo", leí, la semana pasada, en un muro blanco de la Universidad de Oviedo. De misterio único hablaba Fernando Pessoa en esa certera frase. La ciencia, sin embargo, se abstiene cuando aparece la cuestión de la gran Unidad -el Uno de Parménides-, de la cual todos formamos parte de algún modo, a la cual todos pertenecemos. Es uno de los reproches que le haría a la ciencia, a la que también le recriminaría ese despótico sofismo que afirma que no tiene sentido preguntar por el momento antes del bing bang. ¿Por qué no tiene sentido? ¿Quién decide que no lo tiene?

Encuentro cosas que reprobarle a la ciencia, sobre todo desde que sé que debo acudir a Madrid a debatir acerca de las distintas formas de percibir la realidad por parte de científicos y escritores. Creo que allí, en la Fundación de Ciencias de la Salud, diré que en esa vieja dicotomía entre las letras y las ciencias siempre quise estar en los dos lados. Detesto aquellos días del pasado en los que era obligatorio elegir entre uno de los dos linajes del saber. Siempre quise ser fronterizo o estar en ambos lados, y recuerdo que me maravilló, hace unos años, la síntesis genial entre letras y ciencias que logró Salvador Dalí en su poético texto Los átomos encantados. Allí pude ver que no sólo hay cosas que se le escapan a la ciencia, sino que la ciencia puede llegar a ser muy poética, pero es incapaz de explicar mínimamente por qué el encanto de una antigua canción puede provocar que nos salten las lágrimas, por qué hay algo que es rojo y algo que es azul, porque un estampido sucede a un rayo, porque somos una luz entre dos eternidades. Es cierto que la ciencia trata de contestar a todo, pero sus respuestas son en ocasiones tan raras que hasta nos sentimos inclinados a no tomarlas en serio. Y por eso a veces, apoyados al sol en las garabateadas paredes de las universidades, nos reímos de los bárbaros avances de las ciencias y de la absurda suficiencia de algunos. Nos reímos, eso sí, con todos nuestros átomos más que encantados.

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