Baño de cine
Mi intención es asistir a una de las sesiones Cinema i bany que, como todos los años, organizan las piscinas Bernat Picornell de Barcelona (del 3 de julio al 2 de agosto). A las 22.00 horas, circulo por la carretera que recorre la montaña de Montjuïc y constato la lamentable concepción de la señalización viaria. Hay poquísimos carteles que indiquen la dirección que se debe seguir para llegar a las Picornell. Y los que hay tienen letra pequeña y no están iluminados. Son ideales para el turista de a pie y diurno, pero resulta que aquí mucha gente viene en coche y, de noche, no hay ni una triste farola enfocando ya no todo el recorrido, sino ni siquiera las señales que podrían ser útiles. Confundo las Picornell con las olímpicas, cerradas a cal y canto y, tras preguntar a un camarero que baja la persiana del bar contiguo al funicular, llego por fin a mi destino. Iluminada con generosidad, la explanada acoge a decenas de coches y motos del público que acude a ver la película y después, si se tercia, a darse un baño.
Previo pago de 1.000 pelas, uno puede subir a la grada. La vista es original y da la espalda a la ciudad: la torre Calatrava de cintura para arriba y la cúpula del Palau Sant Jordi, dos símbolos de un paisaje que, con esta táctica de lujoso maquillaje arquitectónico-tecnológico, ha conseguido transformar el disuasorio skyline del cementerio y sus paranormales efluvios. La piscina es chachi: nueve calles de medidas olímpicas, otra para precalentamiento de los nadadores y, por si eso fuera poco, una tercera, inmensa y cubierta, en la que, al igual que en ésta, se celebran competiciones de alto nivel (en 2003, campeonato del mundo de natación sincronizada). Seguro que Bernat Picornell estaría orgulloso. Nacido en Marsella en 1883, practicó el deporte de un modo tan compulsivo que incluso cayó en la tentación del periodismo deportivo, al igual que su amigo el barón de Coubertin. Murió en 1970, el mismo año en el que se construyó este espléndido complejo deportivo que, desde hace años, tiene una vocación pública inequívoca. Al otro lado del agua, una pantalla grande -aunque no lo parece comparada con la piscina- en la que, puntualmente, y tras apagarse los focos de las altas torres, empieza a proyectarse una de las 11 películas programadas. Son títulos recientes, comerciales, nada de arte y ensayo minoritario, que van desde el olioso Gladiator al no menos olioso Torrente-2. Hoy toca Los padres de ella, una comedia que contiene una divertida escena de piscina. Es uno de los casos de comunión entre cine y piscina más claros de la oferta de ocio, sólo comparable al de Piscinas y Deportes, donde uno se lanza al agua y sale en las pantallas situadas justo debajo, en el Cinesa Diagonal.
El ambiente es relajado. El público, mayoritariamente joven, toma posiciones en la grada y arrastra la mochila en la que, supongo, lleva el traje de baño y la toalla para el baño posterior. Hay un orden protocolario para esta ceremonia. Primero se mira la película. Luego, al agua, patos. La atmósfera es de cine de verano. Suenan móviles, se fuma y los comentarios abundan. La última vez que estuve en un cine al aire libre fue en Bucarest, en 1967, viendo una película de un indio guaperas llamado Winetoo en versión alemana subtitulada en rumano. Como entonces, concentrarse en la película es difícil, ya que los estímulos externos (sirenas de ambulancia, tubos de escape trucados para reventar la noche, estrellas, nubes y ramalazos de brisa) distraen al personal. Es de agradecer que no se vendan palomitas a granel. La película está bien. 'Distreta', dice una chica a mi lado con la que, por cierto, no me molestaría bañarme hasta que salga el sol. ¿Qué edad debía de tener cuando explotó la Barcelona del 92? Probablemente 10 años, como casi todos los presentes. Son hijos de una ciudad en la que montajes tan acertados como éste son normales, pero hubo un tiempo en el que a Montjuïc sólo se subía a pegarte de hostias contra bandas rivales o a practicar sexo inseguro en el asiento trasero de algún coche. Cuando termina la película, empieza lo bueno. A pesar de la brisa, la temperatura del agua es, según los datos que figuran en la web www.picornell.com, de 27 grados. En la práctica, puede que menos. Otros datos: cloro residual libre, 1,10; cloro total, 1,38; pH, 7,35. Nado, aunque, la verdad, no me apetece demasiado. Me he traído el bañador puesto y, por tanto, no puedo darles detalles sobre los vestuarios. El agua está, eso sí, de puta madre. Lástima del vientecillo que, cuando sales, te eriza la piel ridiculizándote ante los macizos y macizas que, sin tregua, saltan y chapotean a tu alrededor. Quizá sea consecuencia de la tiña podal, pero la visión de tanta juventud desinhibida y transnochadora, incansable y moderadamente feliz, me hace pensar en el paso inexorable del tiempo y sus oscuras consecuencias. Hay algún vejete de mi quinta y nuestras miradas se cruzan, cómplices en el dolor, escépticas en el diagnóstico. En un arranque de valentía, y para combatir estos malos pensamientos, me acerco al límite de la piscina e intento emular a los grandes maestros del plongeon con un defectuoso ídem. El agua se me mete por la oreja, a duras penas consigo salir a flote y, con patético entusiasmo, casi a la una de la madrugada, intento cruzar la interminable piscina practicando una intrépida combinación de crawl y mariposa. Intento respetar los movimientos de batido de dos percusiones, pero las fuerzas me flaquean. Aún me queda media piscina. Lo peor es cuando intento culminar la distancia con movimientos de mariposa, realizando lo que los especialistas denominan el 'batido delfín' y que, en mi caso, se queda en horchata merluzo. Termino mi travesía hecho polvo. No suena ninguna sirena anunciándome que acabo de batir el récord del mundo. No acuden a abrazarme las admiradoras que nunca tendré. Salgo como buenamente puedo de estas instalaciones y me alejo cabizbundo y meditabajo hacia el coche pensando que ya no estoy para esos trotes y que mañana visitaré la piscina que más se adapta a mi actual momento biográfico: la de un balneario.
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