El señor que no se parece a ningún otro
Uno de los lujos permanentes de la cinefilia desde hace casi cuarenta años es la certeza de que Woody Allen, un señor que no se parece a ningún otro, con genuinas y apasionantes señas de identidad en su personalidad y en su cine, no va a permitirse la vaguería, la crisis creativa, el desfallecimiento o la muy humana necesidad de años sabáticos, que mientras que le dure su férrea salud a alguien aparentemente tan frágil va a ingeniárselas para entregarnos una película todos los años. Y puedes sospechar que disfrutamos de esa bendición porque Allen sería carne de depresión, se sentiría acorralado por el vacío y la negrura si no estuviera pariendo historias continuamente, sin prisas y sin pausas, espantando a la neurosis y a los amenazantes tiempos muertos.
"El cine me ha brindado un modo de evasión en la vida, pero al otro lado de la cámara", confiesa el cineasta a Eric Lax
Afortunadamente, su oferta siempre ha tenido demanda. Se las ha ingeniado para hacer las películas que le da la gana, con control y libertad absolutos, logrando que los actores y actrices más caros e incluso el territorio supuestamente inaccesible de las estrellas trabajen con él aceptando el salario mínimo, por el prestigio, la curiosidad o el placer de ser dirigidos por alguien que no ofrece dudas sobre su condición de artista, sabiendo que el público no va a pagar la entrada por el magnetismo que desprende ese intérprete, sino porque el autor de lo que vomita la pantalla se llama Woody Allen.
Y en la muy larga historia de amor entre esa gente felizmente atrapada por ese individuo tan tragicómico que con gesto inicial de bufón nos terminaría hablando de lo que pensamos, sentimos y tememos, cualquiera medianamente lúcido sabe que está acosado por el paso del tiempo, por el desgaste, por la infidelidad, por descubrir facetas irritantes en el idolatrado, porque se desvanezca el encanto de lo que creíamos tan sólido como eterno. Y se compadrea con sus alteraciones, con sus defectos, con sus momentos bajos, con sus cambios de humor, con los experimentos vacuos, con la incertidumbre, con su baja forma, con las indeseables sorpresas. Y a veces te cabreas un montón cuando se te viene abajo, cuando lo que te cuenta te parece absurdo, o ridículo, o fallido, cuando no te explicas las razones de que alguien tan inteligente, tan divertido, tan profundo, tan paradójico, tan sorprendente, tan ágil, con tanta sabiduría sobre las personas y las cosas te resulte plano, amorfo, soso, espeso, pretencioso y aburrido.
Con Vicky Cristina Barcelona, título horroroso que no se le ocurriría ni al último cretino posmoderno, ha llegado el apocalipsis alleniano para muchos de sus eternos amantes. Les parece algo indigno en la creatividad de un hombre que siempre les ha regalado algo muy personal. Aborrecen de una historia lamentablemente sofisticada, de la mentira y la falta de gracia que ofrece el señor más listo de Manhattan al contar una seducción triple y tópica en una Barcelona al gusto del turista. Yo la vi por primera vez en Cannes, el rey de los festivales, el que todavía se puede tirar el rollo de la selectividad del arte en un negocio abarrotado de farsantes progresistas y escandalosamente subvencionados, la vi con la angustia, con la esperanza y el deseo de que cambiar de geografía, dejar Manhattan o el Londres de sus últimos y posibilistas años, no fueran elementos trascendentes para que el cine de Allen, su penetrante estudio de las relaciones humanas, se volviera previsible, folclórico, aséptico o vulgar. Y no me lo pareció, me da un poco igual la estrategia del cantamañanas audaz y sensible para follarse a las dos pijas neoyorquinas, me la suda el desplomado aplomo de la que tiene claro cómo construir su pragmática existencia y el existencialismo con pretensiones románticas de la buscadora de emociones. Estoy durante mucho rato diciendo "a ver qué pasa", pero de repente aparece Penélope Cruz (impagable el plano del pornógrafo Allen imponiéndole a la Silvana Mangano de Alcobendas que se remangue la falda mientras que se adentra en cerebro y clítoris en el cuadro de su novio) y su retrato pilla gracia, equívoco, ritmo, el tono de las mejores comedias del autor.
Pero entiendo la furia de los desairados contra ella. Yo también utilizo el maximalismo cuando me decepciona la gente amada. Me ocurrió con su narcisista paja evocando al enfermizo e insoportable Fellini de 8 y medio en Stardust memories, con su impresentable imitación de Bergman en la gélida Interiores, con el olvidable sentimiento de culpa de dos acelerados imbéciles en El sueño de Casandra.
La prescindible raza de los críticos podemos etiquetar la obra de este artista imprescindible con los adjetivos más exóticos. Le da igual. Su egocentrismo no se alimenta de piropos o denuestos. Lo único que tiene claro es que seguirá rodando películas sin tener que enseñarle el guión a los complacidos o asustadizos mecenas o mercaderes que las financian.
Leo de varios tirones el voluminoso libro de Eric Lax Conversaciones con Woody Allen. Es el hombre que escribió una biografía ligeramente babosa sobre este comediante genial enamorado del drama. Le reconozco una virtud proteica e insólita al biógrafo y es que se haya ganado la confianza de alguien tan secreto y complejo como Woody Allen, que le haga largar sobre lo humano y lo divino, el cine y la vida, las creencias y las dudas, lo intimista y lo público.
Sabemos a través de estas confesiones que los hijos de Allen aceptan como algo natural que lo único que hace su padre es pensar. Que el territorio que más favorece a ese volcán mental es la ducha. Que le importa una mierda la celebración o el rechazo de sus películas, aunque admite que lo primero es mejor para su carrera. Que el muy lerdo considera que la tragedia, para lo que está menos dotado, es un arte superior y que la comedia nunca podrá alcanzar la trascendencia de ésta. Pero que hable el propio Allen, que se expresa muy bien: "Hago las películas que quiero hacer y por lo tanto durante un año consigo vivir en ese mundo irreal lleno de hermosas mujeres, hombres ingeniosos, situaciones dramáticas, decorados y realidades manipuladas. ¿Qué más se podría pedir? El cine me ha brindado un modo de evasión en la vida, pero al otro lado de la cámara en lugar de hacerlo del lado del espectador. Resulta irónico que haga películas con fines de evasión, pero no es el público quien se evade, sino yo".
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