Paseo por la desolada quimera
Prematuramente desaparecido en 2001, cuando iniciaba su madurez biológica y artística, estamos todavía acostumbrándonos a que Juan Muñoz (Madrid, 1953) no nos sorprenda con algún inesperado gesto narrativo. Quizás sea Madrid, su ciudad natal y la que configuró muchos rasgos de su talante personal, pero que también ignoró durante demasiado tiempo la originalidad y pujanza de su obra, donde la exhibición retrospectiva de ésta adquiera un sentido más profundo, no exento de melancolía. Es curioso que arribe aquí tras una deambulación por Londres, Bilbao y Oporto, un poco como ajustándose al destino del ir y venir artístico de Juan Muñoz, cuyo hacerse y hacer foráneos nunca le impedían regresar a su domicilio madrileño. En cualquier caso, el MNCARS ha sabido estar a la altura de esta cita, con no poco de reencuentro, organizando la más completa y mejor de la serie de muestras recientes en memoria de este escultor. No sólo consta de más de un centenar de piezas, sino que se despliega por todo el edificio de Sabatini, aunque la parte principal se haya emplazado en la tercera planta del museo, cuya sucesión de salas-habitaciones tan perfectamente cuadran con el sentido dramatúrgico de la obra de Muñoz. Es cierto que parecía difícil mejorar la estricta y rigurosamente objetiva lectura de su trayectoria, realizada por Carmen Giménez en el Guggenheim de Bilbao, pero la mayor abundancia, diversidad e importancia de piezas de las que ha dispuesto Lynne Cooke en Madrid, la antes mencionada insuperable idoneidad del escenario, el brillante montaje y el toque más subjetivo e intenso añaden a la presente del MNCARS algo único nunca visto antes.
Juan Muñoz
Museo Nacional Reina Sofía
Santa Isabel, 52. Madrid
Hasta el 31 de agosto
Por lo demás, es obvio que Juan Muñoz poseía un superdotado talento para la narración y su mise-en-scène, pero cuya eficacia poética consistía, a mi modo de ver, en la representación de una bajada existencial a los infiernos en compañía de Dante y Pinter, dos autores empeñados en describir lo patético de la irredimible condición humana, atisbada, da igual, desde una barca o desde un vagón de tren suburbano. El hombre contemporáneo parece, desde luego, irremediablemente confinado a vagar por estancias infernales, pero hace falta alcanzar ese punto de extrañeza, que consigue Juan Muñoz en sus sucesivos encuadres escénicos, para escarbar al límite su infinitamente repetida y repetible soledad. A puerta cerrada, cada episodio narrado por Juan Muñoz parodia lo quimérico de ese hombre que no cesa de moverse sin avanzar, de parlotear sin articular sonido, de expresarse sin salirse jamás de un muy abreviado conjunto de muecas, de mirar sin dejar de ver espejismos, de escuchar sin oír. Aquí y allí, nos topamos con muñecos más o menos animados, pero siempre inquietantes, porque se afirman a través de carencias. Pueden ser esas figuras perversas de los ventrílocuos, los angustiosos tentetiesos, los encopetados derviches girovágicos, los deformes enanos o los miembros indiferenciables de una muchedumbre oriental. Todos nos enseñan su irreductible naturaleza mutilada y nos observan desde ella. En cualquier caso, por separado o en su conjunto, el recorrido a través de cada una de las estaciones de este interminable vía crucis existencial, cuyo final remite siempre al mismo principio, nos devuelve a la intimidad de nuestro laberinto. Aunque se hubiera seguido puntualmente toda la trayectoria de Juan Muñoz, que sobrepasó apenas tres lustros de ansiosa actividad creadora, la experiencia de abrazar el conjunto de su obra, como ahora es posible a través de la apabullante retrospectiva del MNCARS, te traslada a otra dimensión crítica, donde se comprende, mejor que nunca, la singularidad e importancia de Juan Muñoz, sin duda, uno de los artistas españoles más importantes del pasado fin de siglo. -
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