Ese Nabokov que odiaba la música
En el capítulo segundo de Habla,memoria dice Vladímir Nabokov: "La música, siento decirlo, me afecta sólo como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como todos los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desuellan vivo en las mayores". Hay pocas percepciones tan pobres -paupérrima es ésta- de la música en un escritor como la que sale de la pluma de uno de los más grandes del siglo XX. Nabokov no teoriza, pues su arrogancia -ese "siento decirlo"- le impide ir más allá en lo que, siendo una carencia, transforma en la actitud incontestable de quien desprecia lo que ignora. Simplemente expone su práctica de la escucha con la misma naturalidad con la que afirmaría lo contrario de su interés por las mariposas o por el ajedrez. Sólo unas líneas más allá se explaya -vía el recuerdo de una madre adorada- en la ética y la estética de recoger setas, de ponerlas sobre una mesa formando semicírculos, de descartar las que no sirven para el plato. La música, sin embargo, no le merece mayor cuidado. Su experiencia tiene que ver con lo que le "afecta" y el discurso musical le parece arbitrario, es decir, le adjudica lo que jamás predicaría de la buena literatura mientras niega la mayor -el orden- y gradúa la irritación como consecuencia inmediata. El aburrimiento -y hasta el desuello como al pobre san Bartolomé- es, al fin, la condensación de una experiencia que, curiosamente, le aleja de la pasión por la música que sentía Serguéi, su hermano homosexual cuyo diario descubriera un día a los quince años, y del camino que emprendiera su hijo Dimitri, quien debutara como cantante de ópera en Reggio Emilia, en el papel de Colline en La bohéme de Puccini el mismo día en que Luciano Pavarotti hacía lo propio en el de Rodolfo. Una casualidad más en su vida, como que sus gatos fueran nietos de los de Chéjov. Algo tendría que decir el doctor Freud de esta relación insana con la música -la ataca como si usara la defensa Luzhin, que se inventó él mismo en una novela pero que no existe en el ajedrez- que se mezcla con la familia, los miedos y las fobias, el pasado y el porvenir. Y, sin embargo, ya lo creo que hay música en Nabokov. Su estilo, su fraseo, su ritmo -él mismo dijo que el ritmo es espacio- lo aproximan a la música más allá de cualquier juego de pura sinestesia y, desde luego, de su desdén. Rodrion Shchedrin -lástima que no fuera otro- hizo una ópera sobre Lolita que no pasará a la historia. La música no necesita vengadores pero no estaría mal que alguien le diera una buena lección al gran Nabokov aunque sea después de muerto. De vivo no lo hubiera soportado.
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