Mihura Delikatessen
Marcos Ordóñez
Sobre Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal, de Mihura
Hará un par de años, Mario Gas me comentó una idea singular: "¿Qué te parecería una adaptación al teatro de Espérame en Siberia, vida mía?". Le dije que muy bien, que qué bueno y que qué difícil, pero que antes, la verdad, preferiría ver bien montada (buen reparto, buen director, y con los medios de un centro institucional) alguna de las muchas comedias magistrales de Jardiel, que no suben a los escenarios ni en año bisiesto. Casi por las mismas fechas, José María Pou le propuso a Gerardo Vera la idea de armar un espectáculo sobre las "escenas de visitas" de Mihura. Fantástico, respondí, siempre y cuando se presentara como guarnición, en la sala de la Princesa, de un plato fuerte en el María Guerrero. "Claro, ésa sería la idea", me dijo Pou, que es un optimista. Pero Jardiel duerme en el baúl del Español y en el Centro Dramático sirven la guarnición mientras el plato fuerte continúa en la nevera. Ignacio del Moral ha sido el encargado de construir el mecano sugerido por Pou bajo el estupendo título de Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal, y Ernesto Caballero lo ha puesto en escena. El espectáculo me parece al mismo tiempo una delicia y un apaño. La delicia es un afelpado taburete de tres patas. Pata Uno, por supuesto, los textos de Mihura. Pata Dos, la soberbia mano como director de Ernesto Caballero, cuyos actores (Pata Tres) provienen en gran medida del elenco de Sainetes, de Ramón de la Cruz, una de las mejores funciones y de las mejores compañías de la anterior temporada madrileña. El taburete afelpado se convierte en nube de felicidad que sobrevuela las coronillas del público a los tres minutos de representación: las réplicas fluyen que da gusto, la gracia está colocadísima y nunca subrayada, y todos y todas parecen que no hayan hecho otra cosa que Mihura en su vida o que estén estrenándolo. Los materiales son muy diversos pero, curiosamente, en su mayoría proceden de la primera y segunda época de su autor: ahí están el Inventor (Jorge Martín), el Ladrón (David Lorente) y el Bombero (Juan Antonio Lumbreras) de Ni pobre ni rico, y Nuestra Señora de los Calditos (Rosa Savoini), a caballo entre un monólogo de Gutiérrez y un eco de La canasta, y el texto codornicesco sobre el fastidio de que los toros no tengan argumento ni diálogo, luego retomado en El caso del señor vestido de violeta, que nos sirven, mano a mano, Nerea Moreno y Juan Carlos Talavera, e incluso aquel María de la Hoz de La ametralladora, uno de los textos más fachas y "propagandísticos" de Don Miguel, que canta Talavera poco después de recitarnos la presentación de Andrés, el "señor de Murcia". No le hace un gran favor a Mihura la exhumación de sus comienzos, cuando era un descaradísimo epígono de Jardiel, como evidencian los diálogos de Un bigote para dos, cocinados con Tono sobre el modelo de Celuloides rancios, o esa brillante parodia de folletín cosmopolita que aparece en el último tercio de la función, a caballo entre Angelina y Mauricio, una víctima del vicio. Poco a poco fue hallando Mihura su voz y su acento inconfundibles, su ternura y amargura propias, y por eso me cuesta entender que Ignacio del Moral no haya recuperado las escenas "prototípicas" de visitas, como las que acuden, pagadas por las dueñas de la casa, en Maribel, o las inoportunas y peligrosas de La tetera.
Hay engarces fallidos y un toque pirandelliano (¿qué hacemos aquí, quien nos ha creado?, etcétera) que es lo más pocho de la adaptación, pero tenemos a cuatro actrices superlativas: Natalia Hernández, una flapper castiza con el meneo y la retranca de Josita Hernán, perfecta en cada una de sus intervenciones; María Jesús Llorente, prima hermana de Luisa Martín y "Finolis" memorable; Nathalie Seseña, arrasadora como la vaca que se metió a monja y luego bordando el monólogo de la "vampiresa de oído", pura Guadita y pura Mary Santpere, y Susana Hernández, pletórica de encanto y delicadeza como la Bella Dorotea. Pepe Viyuela, muy en la línea de Wyoming, es un mayordomo que (de nuevo Jardiel) recuerda poderosamente al Oshidori de Usted tiene ojos de mujer fatal: cumple el difícil rol de maestro de ceremonias y lleva la voz cantante, y cómo, promulgando el "Partido para fastidiar a la tía Asunción", uno de los greatest hits de La Codorniz. La felicidad que exhala el trabajo actoral y el ingenio de los textos lleva aparejada, porque no hay dicha completa, una sensación de continuo coitus interruptus: acabas deseando que paren de una vez de servir aperitivos y que lleguen los platazos; que los cómicos se vuelvan locos y escapen de esa malla para ser, enteramente, sus personajes. Pese a sus muchísimos regalos, mucho me temo, como decía al principio, que Las visitas no deja de ser un apaño para "cumplir" con Mihura y, en cierto modo, perdonarle la vida: el propio Ignacio del Moral declaraba en Abc que "estamos ante un gran escritor de humor y un verdadero poeta, pero no un gran dramaturgo", argumento indefendible tras el que suele subyacer la eterna etiqueta de "comediógrafo de la derecha", es decir, patrimonio de Pérez Puig y compañía. Como tantas veces, me gustaría convertirme en productor y encargarle a Ernesto Caballero un "festival Mihura", y así poder "montarle" a Susana Hernández una Bella Dorotea completa y por derecho, y hacer lo propio con Pepe Viyuela y María Jesús Llorente en La tetera, aquel negrísimo aguafuerte de la vida provinciana, tan cercano al Chabrol de Inocentes con manos sucias, y contratar a Josita (perdón, Natalia) Hernández, protagonista ideal de El caso de la mujer asesinadita.
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