Dadá tres estrellas
Aunque hace más de noventa años que surgió el provocador, iconoclasta y minoritario Dadá, es ahora cuando parece estar más de moda que nunca. Sus propuestas se han prodigado entre los artistas contemporáneos de una forma tan generalizada que, en esta entrada del siglo XXI, Dadá ha pasado a ser tan decisivo como lo fue Picasso y el cubismo en el XX. Pero si la expansión del cubismo fue inmediata y transformó el discurso del arte moderno de la primera mitad del siglo pasado, el efecto del breve y fulminante Dadá no se evidenciaría como tal hasta entrada la década de 1950 en adelante, de forma intermitente, hasta llegar a la proliferación actual y a su entrada sacrosanta y definitiva en las grandes instituciones. Una consagración que, como tantas veces ha sucedido, representa en parte su traición. Dadá y sus principales estrellas han dado mucho que hablar y se ha escrito sobre ellos hasta la saciedad, pero en su afán de libertad desenfrenada continúan evadiendo ser cazados por la ortodoxia, a pesar de tanta letra impresa, tanto catálogo y tantas retrospectivas, conservando su frescor y la provocación eterna.
Duchamp / Man Ray / Picabia
Museu Nacional d'Art de Catalunya
Palau Nacional
Parc de Montjuïc. Barcelona
Hasta el 21 de septiembre
La muestra pone muy correctamente al alcance del público no especializado la obra de los tres autores
En pleno auge dadaísta el joven poeta Jacques Vaché afirmaba: "El arte es una tontería", antes de suicidarse en 1919, a los 23 años. El cínico Francis Picabia añadiría un poco más tarde: "El arte es un producto farmacéutico para imbéciles". Y, mucho más adelante, el reflexivo y mental Marcel Duchamp precisaría recapacitando con educación: "El arte no se puede comprender mediante el intelecto, sino que se siente a través de una emoción que presenta ciertas analogías con una fe religiosa o una atracción sexual". En su reacción contra la realidad circundante, cristalizada en el desastre de la Gran Guerra de 1914, los dadaístas proclamaron el fin del arte, y con esta negación radical, a la larga, restituirían al arte la pureza. Sin embargo, Dadá no sólo representó la vindicación del concepto y la idea primigenios -que es el aspecto sobre el que más se ha escrito y especulado-, sino que fue el primer síntoma de la agonía de la pintura y sus códigos, de la reivindicación de los objetos industriales, de la imprenta -ya iniciada por los cubistas con sus collages, y también por los futuristas-, del cine, el sexo y, sobre todo, la fiesta, el espectáculo, la risa y la carcajada -algo difícil de captar y asumir tanto desde la seriedad formal de un museo como de la seriedad, un poco asquerosa, del mercado y las finanzas-.
Hasta el puro y asceta Duchamp, a quien hacia el final de su vida le encantaba haber quedado al margen de la vorágine expansiva y económica del arte moderno, tuvo que usar estrategias mercantiles para sobrevivir, haciendo de marchante, comprando, vendiendo, asesorando y contribuyendo también a la consagración final del escurridizo Dadá y de sí mismo. Después de la famosa exposición Arte fantástico, Dadá y surrealismo, organizada en los años treinta por el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York), la recuperación del movimiento dadaísta iría a cargo de inquietos marchantes y galeristas, tanto americanos como europeos, con los que Duchamp colaboró autorizando reconstrucciones de obras perdidas y reediciones de sus ahora célebres ready made, durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX. A raíz de ello, pronto vendrían las restrospectivas, tanto de todo el movimiento como de sus principales protagonistas. Precisamente fue la Tate Gallery una de las primeras instituciones que organizó en 1966 una gran antológica de Duchamp en Londres, con la asistencia del artista, que firmó las reconstrucciones de Nueve moldes machos y el Gran vidrio, entre otros, realizados para la ocasión por su amigo Richard Hamilton, que había conocido precisamente en Cadaqués. Por su parte, Barcelona, que no en vano había sido escenario de algunas destacadas actividades dadaístas, no sería ajena al creciente resurgimiento y, en 1984, inauguraba una excelente y completa exposición de Duchamp, ya póstuma, en la Fundación Miró, que luego viajó a Madrid, en la sala de La Caixa, que, a su vez, organizaba otra dedicada a Picabia en su sala barcelonesa.
Entre 2005 y 2006, el Centre Georges Pompidou, el MOMA de Nueva York y la National Gallery de Washington realizaban la retrospectiva más grande y completa de Dadá, con la inclusión de prácticamente todos sus participantes -incluido el tantas veces olvidado y legítimo Serge Charchoune- y con la edición de un voluminoso catálogo, estilo listín de teléfonos, que es hasta ahora el más amplio y representativo. El pasado febrero, la Tate Modern inauguraba por todo lo alto Duchamp, Man Ray, Picabia, que ahora se puede ver en Barcelona, en el MNAC (Museu Nacional d'Art de Catalunya). La curadora del evento ha sido Jennifer Mundy, conservadora de la Tate y comisaria -junto a Elisabeth Cowling- de otra exposición memorable, On classic ground (Londres, Tate Gallery, 1990), que revisaba la poco valorada, hasta entonces, aportación del neoclasicismo poscubista.
No es la primera vez que se agrupan las tres estrellas Dadá -la cuarta: Tristan Tzara suele quedar de lado cuando no se trata el movimiento en conjunto-. En 1993, la parisiense Galerie de l'Étoile ya montó un precedente, Picabia, Man Ray, Duchamp. Humour, liberté, amitié, que causó cierto revuelo y enfrentamientos entre marchantes, especialistas y el Comité Picabia -encargado de velar por el legado de éste- acerca de algunas obras que estaban en entredicho. Como casi siempre, problemas de autenticidad aparte, las galerías iban por delante de los museos. La versión de Mundy es bastante completa y, por encima de todo, didáctica. Pone muy correctamente al alcance del público no especializado, y ni tan sólo previamente conocedor, la obra de los tres autores. Establece sus fructíferas relaciones interactivas en 12 capítulos fluidos, unos más certeros y otros más forzados, con un epílogo, Final de partida, que es un cajón de sastre en donde figura todo lo que no ha cabido en los anteriores compartimentos y en el que constan algunas piezas maestras, como la Boite en valise, de Duchamp. Pero no importa, porque los objetos, impresos, dibujos y pinturas son tan diáfanos, alegres e independientes que no hace falta catalogarlos en ningún sistema. Sobreviven por sí solos, si decidimos entrar en ellos y dejarnos llevar por su fascinación encantadora.
De los tres, quien sale mejor parado es Duchamp, dado que al ser el menos prolífico resulta el mejor representado, aun a pesar de que su célebre Desnudo bajando la escalera -expuesto en la Tate- se haya escapado a su casa, en el Philadelphia Museum of Art, quizá algo resentido porque cuando lo presentó en Barcelona el marchante Josep Dalmau en primicia, en 1912, no fue suficientemente aplaudido y nadie lo adquirió -aunque sí estuvo en la citada retrospectiva de la Fundación Miró-. Duchamp funciona muy bien como eje vertebrador del discurso. Man Ray aparece como el más formal y Picabia como el más pasota, en el fondo, es el más descuidado en la selección de Mundy.
El MNAC, en su actual afán por internacionalizarse, ha hecho un válido esfuerzo presentando esta producción grande, impactante y ambiciosa, y vale decir que esta gran acumulación de cachivaches geniales, bien colocados por el diseñador Toni Garau, le sienta de maravilla al museo barcelonés que parece respirar hondo, sumido como está con tanta pintura de antes. Lástima que sea por un solo verano ya que la institución no tiene ninguna obra de esos tres artistas pese a que todos residieron, trabajaron y expusieron en Cataluña, casi siempre de la mano del malogrado Dalmau. Precisamente, en la individual barcelonesa de Picabia de 1922 André Breton pronunció la conferencia Discours sur le peu de realité, que tal como afirma Victoria Combalía marcó los principios básicos del surrealismo. Es una pena que no figure ni en la exposición ni en el catálogo esa presencia catalana que se ha relegado al ciclo de conferencias adjunto. La rigidez de la Tate y el hecho de que sea una actividad comprada seguramente ha influido decisivamente en ello.
También entre tantos capítulos, se echa de menos uno dedicado al humor, tema esencial y definitorio de Dadá, aunque historiográficamente no le haya concedido la importancia que merece. Luis Cernuda reivindicaba la risa en el Quijote; los dadaístas hacían apología de la carcajada y el sarcasmo más salvaje. El transexualismo de Rose Sélavie y todas sus amigas bigotudas de culo caliente quedan demasiado pobres, camufladas y suavizadas en el epígrafe de performance. Hay fenómenos que escapan la seriedad formal de los conservadores de museos. Precisamente por esta razón, en la inauguración de Duchamp, Man Ray, Picabia en la Tate Modern aparecieron unas octavillas, al más puro estilo 1920, que rezaban: "El gusto cansa, como la buena compañía". Y aquí conviene explicar una historia de bambalinas: las cosas están en el aire, igual que en la época Dadá, y no es de extrañar que en diversas partes del mundo se cuezan las mismas habas. De forma simultánea, la Tate y el Museum Kunstpalast de Düsseldorf habían iniciado por separado un proyecto parecido. Se unieron para concentrar esfuerzos pero llegaron los desacuerdos conceptuales entre Mundy y Jean-Hubert Martin, ex director del Pompidou y actual director del museo de Düsseldorf. Martin no aceptó la visión londinense, se separó del proyecto, y fue él quien repartió las citadas octavillas organizando rápidamente su contraexposición simultánea en París, en el espacio Passage de Rez, una actividad fresca e inventiva que completaba la otra y se acaba de clausurar. La propuesta de Martin, llena de reconstrucciones modernas y testimonios irreverentes, ha querido ser la preservación de una actitud y un sentido del humor que buena falta hace a muchos artistas contemporáneos.
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