El lector
Un adolescente se enamora de una mujer madura. Cada día, antes de hacer el amor, la mujer le pide que lea en voz alta. Novelas, dramas, poemas, viven en una habitación alemana y fría de posguerra, y facilitan la intimidad, el desnudo compartido. Se separan, pasan los años y el muchacho se convierte en un estudiante de derecho que asiste por casualidad al juicio en el que su antiguo amor es condenado por crímenes nazis. Había consentido que un numeroso grupo de judías prisioneras ardiese en el interior de una iglesia. El estudiante descubre entonces la historia cruel e imperdonable de la misma mujer que le había enseñado las ternuras de la vida. Como descubre también que es analfabeta, le envía a la cárcel durante años algunas cintas con lecturas grabadas. Novelas, dramas, poemas, acompañan su cautiverio.
Se trata del argumento de El lector, una novela conmovedora de Bernhard Schlink. Después de haber leído junto al otro, el criterio se llena de matices más allá de cualquier simplificación moral. Los hechos juzgados son inadmisibles, deleznables, pero no basta con asumir una sentencia, porque resulta necesario comprender los motivos, ponerse en el lugar del otro. Le ocurrirá lo mismo a la condenada cuando aprenda a leer en la cárcel y pida libros sobre los campos de concentración. Acabará ocupando el lugar de sus víctimas. La lectura es un ejercicio de profunda significación ética, no sólo porque ayuda al autoconocimiento, sino porque te lleva hasta el lugar del otro.
Como vivimos en una sociedad de orgullosas razones tecnológicas y científicas, las humanidades suelen avergonzarse de sí mismas. Los estudiosos de la literatura quieren parecer científicos, inventan teorías sobre las leyes de los textos, usan neologismos fríos que parecen sacados de un manual de química o de electrónica, y se olvidan de que pocas escenas alcanzan una dimensión ética tan insustituible como la fragilidad solitaria de un lector ante un poema o una narración. La lectura es un ejercicio de emancipación individual que procura ponerse en el lugar del otro. En un tiempo definido por los poderosos medios de homologación de las conciencias que fijan la opinión, reivindicar la mirada individual del lector se convierte en un acto de rebeldía humana que conviene cuidar. En un tiempo que confunde el individualismo con el egoísmo, un ejercicio que nos invita a ser dueños de nuestras opiniones y sentimientos, pero en diálogo con los otros, puede ser considerado como la metáfora del lado más noble de la modernidad.
Los libros son espacios públicos donde se establece un diálogo entre las conciencias del autor y el lector. El escritor ordena su propio mundo al darle forma objetiva a sus pensamientos ante los ojos del lector, y el lector descubre su rostro particular, sus ilusiones y sus miedos, cuando acude a la cita propuesta por el autor. No faltan razones, y lo ha hecho de manera rotunda la tradición romántica, para denunciar el egoísmo mercantil escondido bajo los argumentos del contrato social que fundó la sociedad moderna. Pero es muy arriesgado olvidar del todo el lado luminoso de palabras como libertad, igualdad y fraternidad. La lectura, el pacto entre conciencias individuales que buscan un conocimiento compartido, sigue representando la mejor aspiración de una sociedad formada por ciudadanos, y no sólo por consumidores, contribuyentes y votantes útiles.
Las ferias del libro que ahora ocupan nuestras calles y plazas son las fiestas del lector. Hacen bien los poderes públicos en apoyar este rito cultural de la primavera. Pero el esfuerzo sería mucho más eficaz si esos mismos poderes públicos no se hubiesen empeñado en despreciar el papel de las humanidades en los planes de estudio. La Literatura casi ha desaparecido de colegios y de institutos. ¡Qué antigüedad!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.