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Columna
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Valor democrático

La valentía es una virtud democrática. La capacidad de decidir, de asumir responsabilidades, no debe confundirse con la imprudencia. La libertad supone un reto, un compromiso público, porque nos hace dueños y responsables de las palabras que escribimos en un artículo, de las opiniones que defendemos en una tribuna o de las decisiones que adoptamos en una mesa de gobierno. La virtud de ser valiente en las negociaciones democráticas no significa sólo un rasgo de carácter personal, sino también una forma de entender el protagonismo ético y político de los ciudadanos. Cuando no se admiten poderes superiores a la voluntad de la ciudadanía, cuando no se acepta la legitimidad de las verdades naturales o sobrenaturales que pretenden situarse por encima de la conciencia histórica de los individuos, la capacidad de decisión se convierte en una exigencia ética y en una manifestación de respeto a la condición política de los seres libres. Por eso la valentía es una virtud democrática, enraizada en el derecho y en la responsabilidad de elegir. La paralización, la voluntad estancada, el preferir que las coyunturas sigan su curso azaroso y sometido a las dinámicas sin control, el aceptar que las decisiones sean tomadas por otros, la comodidad de no intervenir, de no arriesgarse a una equivocación, suponen una forma camuflada de vasallaje o de cinismo, una apuesta por los beneficios turbios que puedan aportarnos las situaciones enquistadas o una negación pública de nuestra libertad, una renuncia a sentirnos dueños de nuestros destinos. La virtud de la valentía, fundamento ético de cualquier ciudadano, adquiere especial importancia en las tareas del gobernante que debe solucionar problemas y facilitar caminos de futuro. La utilización valiente de los procedimientos democráticos se coloca en el extremo contrario del dogmatismo de la fuerza, de la eficacia cobarde de la violencia.

El miedo belicoso, como razón de Estado, suele significar un método certero de degradación democrática. Bajo la coartada del miedo se recortan las libertades y se ponen en cuestión las garantías jurídicas y los derechos humanos. El miedo cierra las puertas, imposibilita el diálogo con los otros, favorece la creación de amenazas arquetípicas, figuras canónicas de presuntos delincuentes, argumentos coléricos que desembocan en la justificación vital del racismo y de la explotación clasista. El miedo, aliado mezquino de la hipocresía, sirve para introducir en las sociedades democráticas occidentales la legitimación vergonzosa de la tortura, los asesinatos selectivos, los genocidios y los campos de concentración. El miedo nos remonta a los orígenes de una concepción del contrato social basada en la negatividad, en el ánimo defensivo, en la creencia de que convivir sólo implica regular el egoísmo y la crueldad de individuos que se comportan como lobos. Más que la ilusión de los proyectos compartidos y la construcción solidaria de la felicidad pública, el miedo es la base de un pensamiento reaccionario que prefiere explicar la historia como un proceso de amenazas y seguridades armadas frente a los colmillos de los ciudadanos. Pero los ciudadanos no somos malos por necesidad. La mayoría sólo somos débiles, y por eso hemos inventado la política, un lugar para sentirnos fuertes y decididos frente a los poderosos. La política nos da derecho a la confianza, a la libertad, a las ilusiones compartidas. Podemos mirar a los ojos de la ley sin avergonzarnos, hablar de tú a tú con las normas, saber que están hechas para dar respuesta a las necesidades históricas, comprender que es factible moverlas, cambiarlas, sin asumir el dogma paralizador de las verdades sagradas. La valentía como virtud democrática reconoce las constituciones y los estatutos como procesos de libertad, camino abiertos, en permanente diálogo con la vida. Toda ley es una negociación de los ciudadanos con su realidad. A la hora de dar respuesta a las exigencias históricas, la valentía democrática es un acto de prudencia política.

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