Vacunas
Ha comenzado a circular por Internet, en versión de informe confidencial, una nueva teoría sobre la amenaza de la gripe A, esa que, hasta que el gremio del jamón y la butifarra puso el grito en el cielo, se conocía como gripe porcina. El ciberespacio, que es proclive a las conspiraciones (lo oculto siempre posee un atractivo añadido sobre lo que figura ante nuestras narices: las melodías mudas son preferibles a las que tañe la lira, escribió Keats), pretende que esta escalada de alarmas, angustias y proximidad del Apocalipsis viene motivada por el interés de las farmacéuticas, que van a lograr endosar a la mayoría de países del primer mundo una miríada de vacunas sin testar a precio de panacea. Vacuna se ha convertido en un abracadabra, una palabra cuya sola sonoridad (y sólo ella) posee la potencia necesaria para depurar el miedo de nuestros corazones. Se habló de un 40% de población protegida por los medicamentos de que dispone el Ministerio de Sanidad, que ya se ha elevado al 60%, y que en ciertas comunidades hipocondríacas podría aumentar todavía más. Lo más probable es que muchas de esas vacunas jamás lleguen a emplearse y que gran parte de quienes hoy temen el Armaggedon en forma de kleenex y jaquecas crónicas pasen a través de la dichosa gripe confundiéndola con un trivial resfriado.
No sé hasta qué punto serán veraces las teorías de Internet, a las que no suelo conceder mucho crédito, pero resulta difícil no compartir sospechas en este punto: seguir generando histeria en torno a una cuestión que resulta venial y tonta en cuanto se la mira de cerca tiene forzosamente que servir a los intereses de alguien, no sé si subterráneo o a ras del suelo, y alguien debe de andar detrás de esos titulares escalofriantes con los que los ancianitos y las madres primerizas se ponen a temblar cada mañana al activar el dial. La única vacuna real es la información, pero ésa no la fabrican en laboratorio y no puede venderse a precio de droga de diseño. Aunque también sirva para modificar radicalmente nuestra percepción de la realidad.
Me parece que la Junta ha optado por la mayor sensatez en las presentes circunstancias. No acaparar viales en una crecida del pánico y la voracidad, sino tratar de que los ciudadanos se enteren de veras de lo que significa la gripe A y hasta dónde alcanzan el contagio y sus consecuencias. Hay programados millares de coloquios y conferencias en centros de enseñanza, y se ha abierto una serie de blogs especializados que persiguen concienciar a la gente de los peligros reales de una epidemia y de los que sólo se les parecen.
A ver: si esto de la gripe A resulta relevante y merece algún tipo de atención mediática (algo de lo que tampoco ando del todo convencido) es por cuestiones técnicas de genética y demografía, nunca de salud pública, o al menos no en el estado actual de las cosas; la gripe A debe su protagonismo a los hechos poco frecuentes de haber saboteado el organismo humano procedente del genoma de una especie diferente, el cerdo (lo cual, sí, muestra la vulnerabilidad del ser humano frente a nuevas amenazas víricas, pero ése es otro cantar), así como a haberse convertido en una de las primeras epidemias planetarias, igual que la telebasura o la comida rápida, que asuela a toda la Tierra por igual sin detenerse en océanos ni cordilleras. Por lo demás, llevamos siglos conviviendo con la gripe común sin que nadie se lleve las manos a la cabeza cada diciembre ni se espante de que bichito tan insignificante atropelle a medio millón de personas año tras año. El miedo, ciertamente, es otro nombre de la ignorancia, que quiere decir esclavitud. El gran combate contra esta enfermedad (contra todas) no se libra en los dispensarios, sino en las escuelas. O en las redacciones de los periódicos, si afinamos el escalpelo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.