Olores
"Los olores poseen una fuerza sumamente peculiar -leo en los Marginalia de Poe-... su fuerza difiere esencialmente de la de los objetos que apelan al tacto, el sabor, la vista o el oído". Me imagino a Poe rescatando de un cajón olvidado el pañuelo que una vez perteneció a su difunta esposa de catorce años, Virginia Clemm, aproximándose ese pañuelo al rostro y aspirando: y a través de ese gesto anodino Poe regresa a sus noches de cortejo del pasado, a ese extraño amor que compartió con una criatura inocente que de algún modo remite a los ídolos de alabastro y parafina de sus narraciones, Poe rescata lo que se fue a través de la nariz. Es cierto, como él mismo anota, que los conductos que la memoria elige para remontarse a través del olfato difieren sustancialmente de los que transitan el resto de los sentidos: hay algo oscuro, nuclear, indirecto, en esa forma de extraviarse de quien ingresa en un ascensor y choca con un perfume conocido, de quien recupera a la persona amada a través de una fugaz ráfaga de olor a champú, de quien retorna a la patria desde la fragancia a tierra mojada que trae el fin de la lluvia. Siempre suele citarse el famoso episodio de la magdalena, en que el alter ego de Proust, en la primera novela de En busca del tiempo perdido, se reintroduce en el niño que una vez fue analizando minúsculamente el sabor del pastel, su textura, el modo que tiene de hundirse en la leche; sin embargo, la evocación casi enfermiza del ayer que forma parte central de la obra se sostendría mucho mejor sobre los aromas, esa difusa presencia de las lilas o el eco lejano de las azaleas a las que Swann recurre también en ocasiones para emprender sus fugas.
Pienso en Poe y en Swann y en el perfume de una profesora de la que me enamoré y que todavía me deja el alma blanda y tonta como una toalla cuando por casualidad aparece asociado a una mujer; pienso en todo eso a la vez que oigo en la televisión que un equipo de la Universidad de Huelva ha ideado un aparato capaz de reproducir olores a partir de no sé qué partículas químicas y que piensa patentarlo para su empleo en la navegación por Internet. Es decir: quieren que la gente visite y persiga los olores como ahora se deja arrastrar por las imágenes de ídolos del porno o por los últimos éxitos musicales promovidos por las discográficas. Los creadores de olores reconocen que la paleta inicial será forzosamente rudimentaria -hierba, tierra, tal vez excrementos-, pero que en el plazo de unos años estarán capacitados para agasajar a cualquiera que penetre en la página de la oficina de turismo de Holanda con la delicadeza del tulipán, o con la reciedumbre del jamón serrano a quien se persone en la de una empresa de embutidos. Contemplo con estupefacción y algo de terror soterrado estos avances: me doy cuenta de que, a pesar de las distancias aparentes, el olfato es el sentido corporal más alejado del cerebro, y el más fácil de franquear para el contrabando. Quién sabe qué información subliminal no se infiltrará por nuestra pituitaria, y qué o a quién no querrán convencernos de que amemos o detestemos mientras aspiramos un aroma que podría recordarnos, digamos por ejemplo, al jardín de una casa llena de yedras que no volvimos a visitar. Porque, más que lo que come, el hombre es lo que huele.
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