Jueces lucero
Los ciudadanos deben confiar en la ley más que en los jueces. Sin duda alguna, cuando la ley se pone en manos de un juez, y se le otorga independencia para interpretarla, la sociedad asume también un acto de confianza en la dignidad individual. A un ciudadano se le confiere el poder de decidir. Todo un gesto de confianza en el ser humano y en su capacidad de justicia. Uno de nosotros es quien decide.
Aunque, claro está, como ya nos conocemos a nosotros mismos, la razón última de nuestra confianza descansa en la ley y en sus garantías. Las decisiones imprevisibles de un individuo puesto a juzgar pueden ser recurridas en instancias superiores. Y eso es cada vez más de agradecer en la actualidad de la desacreditada justicia española, donde se producen situaciones de difícil comprensión. De acuerdo con sus credos religiosos, sus negocios oscuros o a sus ganas de figurar, hay jueces que llenan de sorpresas las informaciones de los periódicos, las radios, los televisores o las pantallas de ordenador.
Para ser justos con los jueces debemos admitir que buena parte del descrédito de la Justicia no es responsabilidad suya. Los partidos mayoritarios se comportan de manera temeraria en este asunto. Nunca se han tomado en serio la reflexión sobre el estado de la Justicia española en sus debates electorales. Tampoco se ha invertido el dinero necesario para dignificar las infraestructuras que sostienen el funcionamiento de los juzgados, muy heridos por años de carencias. Y, por si faltaba algo, los dos partidos mayoritarios han llevado sus tensiones al terreno de la Justicia de una forma descarada, politizando lo que debería vivir en la más pura neutralidad, como metáfora última de la neutralidad de los espacios públicos. Es una verdadera vergüenza que el Tribunal Constitucional, la más alta instancia de la Justicia española, lleve cuatro años paralizado.
Ahora bien, para ser justo con la sociedad, hay que admitir también que los jueces colaboran con demasiada frecuencia en el descrédito de la Justicia. La confianza en el criterio independiente del ser humano entra en crisis ante algunas interpretaciones de la ley. Una minifalda, un proceso de adopción, un tema urbanístico, un diagnóstico profesional o una información periodística pueden convertirse, al calor de un juez, en un espectáculo de consideraciones imprevisibles y torcidas.
La reciente condena al director de la Cadena SER y a su jefe de Informativos por cumplir con su trabajo, es decir, por dar una información veraz y de interés público, es muy grave. No sólo aplica una extrema dureza y una argumentación curiosísima, sino que apunta al corazón de la libertad de expresión en una sociedad democrática. Que todavía haya carencias en la legislación sobre Internet, no justifica de ninguna manera que se pretenda castigar y dar lecciones a dos periodistas por informar en la página web de un medio de comunicación, un formato ya imprescindible en nuestra sociedad. Además de los recursos legales, la protesta profesional debe ser tajante, y no por simple gremialismo, como ha ocurrido en algunas movilizaciones de los jueces, sino porque se trata de defender con toda rotundidad la libertad de opinión.
Se ha hecho popular la expresión jueces estrella para calificar a los profesionales de la toga inclinados a convertirse en noticia por sus procesos y sus sentencias. En una sociedad mediática, estamos condenados a convivir con estas inercias. Pero lo verdaderamente grave es que hay luces y luces, y algunos de esos jueces más que estrellas son luceros, en el amplio sentido de la palabra. Los jueces lucero se atreven con todo, y lo mismo dan una clase de literatura en sus sentencias que parcelan a su gusto el mundo de la libertad y la información en Internet.
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