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Columna
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Hojas secas

Hay días en los que uno se levanta hermanado con la naturaleza. Abro la ventana y miro al cielo. Las nubes oscuras imponen un desamparo desvaído. Se parecen a mi estado de ánimo. Miro a los tejados y a la calle. La lluvia deja un rastro fatigado, un barro de pesadumbre en los ojos. Se parece a mi estado de ánimo. Nos es que se acerque el otoño, ni si quiera que se haya dejado ver con unos días de antelación. Es que se nos ha caído encima. Abro el ordenador, me pongo a leer, a escribir, y mis manos se vuelven cada vez más amarilla, más débiles, como las hojas secas.

La biblioteca me observa con una mirada de bosque envenenado por los ciclos de la descomposición. Entonces me rebelo, porque la naturaleza no llega a tanto. Los árboles de la calle están serios, pero conservan todavía el verde saludable del verano. Estoy seguro de que si salgo, compro el pan y el periódico, para volver a encontrarme en el papel con las noticias que he leído en la pantalla, mis pasos no levantarán en las aceras este rumor metálico a hojas secas que hay en los pasillos de mi casa. Llaman a la puerta, abro, recojo el paquete del mensajero, vuelvo a la mesa de trabajo, piso las hojas secas que invaden el suelo, me siento, intento escribir de nuevo y me asustan mis manos quebradizas.

Puedo hacer un esfuerzo por mantener mis ideas, por buscar rincones en los que se hayan escondido los optimismos de la primavera y las tardes apacibles y meditativas del verano. Me gusta pensar bajo el azul de agosto, mientras camino por una playa de la bahía de Cádiz. Por eso puedo ponerme a la búsqueda de una playa en cualquier cajón, en cualquier armario de mi cabeza. Pero si me fallan las manos, si se convierten en hojas secas imposibilitadas para escribir, sólo encontraré en los armarios ropa de invierno, impermeables asustados, el abrigo que guardé con un botón descosido. No hace tanto frío en la calle, no están las cosas tan mal, pero yo me he levantado hoy con mal pie, y además he ido a pisar encima de un montón de hojas secas en los pies de mi cama.

Cuando el alma se parece a las hojas secas, el otoño se nos cae encima como un tiro de gracia. Así que hay que esforzarse por no exagerar. Otra gente está peor. Acaba de hacerse oficial que por primera vez hay en la tierra más de 1000 millones de hambrientos. Como en la memoria no sólo se enredan las playas de agosto, sino también las cifras del invierno, recuerdo que hace dos años había 800 millones de hambrientos. La crisis y la especulación alimentaria han provocado doscientos millones más de hambrientos en dos años. Hay gente mucho peor, desde luego. Pero el estado de ánimo, además de con el hambre física, tiene que ver con las costumbres del pensamiento. Uno se siente como una hoja seca cuando la realidad, los países, las informaciones, piensan las cosas de una forma muy distinta a como uno alcanza a comprender.

Hace un año todo el mundo tenía claro que las causas de la crisis debían buscarse en los desmanes del capitalismo especulativo. Hoy todo el mundo parece identificar la sensatez con unas reformas laborales y unas opciones de derechas que se parecen mucho al capitalismo especulativo. A nadie parece preocuparle que en medio de una situación grave el líder de la oposición ordene a la patronal levantarse de la mesa y romper el diálogo con los sindicatos. Todo el mundo ve como signo peligroso de inestabilidad que el Gobierno negocie con las minorías de izquierdas una rectificación para ampliar las ayudas a los parados de larga duración. No me gusta defender a un Gobierno con el que no me siento identificado. Pero me asusta la alternativa que se está ofreciendo para esta crisis. Me siento como una hoja seca. Aunque sospecho que hay algunos amigos que comprenden ahora mi melancolía. Bienvenidos a la intemperie.

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