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Columna
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Hace ahora 10 años

Un bar es un lugar público en el que podemos llegar a sentirnos como en nuestra propia casa. Conocí a Javier Egea en 1980, una noche en La Tertulia, algo que no es necesario aclarar, porque entonces ocurría casi todo por la noche y en La Tertulia, el bar que el argentino Horacio Rébora nos abrió en Granada, para que nosotros, mientras él navegaba la tormenta de su exilio, nos sintiésemos como en nuestra propia casa. De lejos, yo había visto a Javier muchas veces en recitales poéticos y en algunos actos políticos.

La noche en la que nos conocimos tuve que improvisar una presentación de su poesía. Juan Carlos Rodríguez, nuestro maestro, de ayer y hoy, y el presentador anunciado entonces, no pudo asistir al recital. Los amigos me pidieron que hablase unos minutos de Javier para salir del paso. Como me acaban de conceder el Premio Federico García Lorca de estudiantes universitarios por mi primer libro, Y ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn, se trataba también de darme la bienvenida en los rituales de la Granada cultural de los años 80. Fue una alegría, porque admiraba mucho a Javier. Era 6 años mayor que yo, y había publicado muy joven sus dos primeros libros, Serena luz del viento (1974) y A boca de parir (1976), en los que demostraba ya la fuerza deslumbrante y conmovedora de su poesía.

Acababa de volver Javier Egea, en seguida Quisquete para mí, de la Isleta del Moro, donde había terminado Troppo Mare, una meditación en verso sobre la piel del mar y de la historia, llena de intimidad herida, en la que se sucedían imágenes sobre el amanecer y la oscuridad, sobre el futuro, la resistencia y la explotación. Eran asuntos propios, y desde entonces nos pedimos turno de noche por asuntos propios para debatir junto a Álvaro Salvador, Juan Carlos Rodríguez, Ángeles Mora, Antonio Jiménez Millán, Juan Vida y Mariano Maresca sobre la necesidad de una práctica artística que apostase por la transformación de los sentimientos. La intimidad forma parte de la historia, igual que las batallas y las constituciones. Antonio Machado había escrito, contra las innovaciones formales de la vanguardia, que no puede haber un verdadero cambio poético hasta que no se produzca un cambio en la sentimentalidad humana. Ocurre lo mismo con las transformaciones sociales, nosotros lo sabíamos, y por eso publicamos un manifiesto en busca de otra sentimentalidad.

Aprendí mucho sobre poesía con Javier Egea. No había estudiado en la Universidad, porque desde muy joven empezó a tener problemas con el alcohol. Pero se sabía de memoria lo mejor de la poesía clásica española, llevaba la capacidad metafórica y la música de las palabras dentro de la cabeza y era capaz de reconocer las posibilidades de un buen verso mucho antes que los doctores de la iglesia, la academia y el partido. A la hora de discutir de política o de teoría literaria, necesitaba encerrarse en una fragilísima y tajante seguridad en blanco y negro. Pero a la hora de escribir poesía estallaba en matices, en inteligencia, en sabiduría.

El llamaba épocas en el dique seco a sus curas de abstinencia y sobriedad. En una de esas épocas, debida al cuidado leal y paciente de sus hermanos, Javier escribió uno de los mejores libros de la poesía española contemporánea, Paseo de los tristes (1982). No le hacen mucho favor a Javier algunas de las interpretaciones ridículas que se han formulado sobre su escritura comunista y su pureza doctrinaria. Javier estaba lleno de las contradicciones íntimas de la gran poesía, como lo demostró de nuevo al escribir Raro de luna (1990), un libro de tonos surrealistas, alejado de la estética machadiana por la que habíamos apostado en la otra sentimentalidad.

Ahora que hace 10 años de su muerte, me gusta recordarlo así, con orgullo, como un amigo íntimo y bueno, como un grandísimo poeta.

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