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Columna
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Bilingüismo

No sé si podrá llegar a atribuírsele rango científico, pero un método eficaz para calibrar la estupidez del prójimo consiste en medir su nivel de contaminación. Sin excepción, el estúpido es compacto, macizo, impermeable; sus ideas, o lo que tenga por tales, mineralizadas en el interior del cráneo, jamás sufren la erosión del medio que las rodea. Por eso el estúpido lo tiene todo tan claro, y por eso el mundo se le presenta tan sólido, esférico y sin fisuras; por eso rara vez viaja, por eso no lee, por eso no aprende idiomas, no vaya a ser que un viento nuevo traiga perfumes o música a la gliptoteca que guarda en el cerebro. La atávica estupidez de este país cuenta, entre sus muchos motivos, con la tradicional cerrazón que muestra hacia los idiomas extranjeros. Educados en la cultura de que nunca es ventajoso cambiar París por la aldea y de que mejor que inventen ellos, sólo a costa de una constante labor de aplicar escoplo, maza y martillo hidráulico nos hemos liberado los españoles de la desconfianza hacia el ancho mundo que empieza en el umbral de casa. De la idea de que mi villorrio es el mejor del mundo y de que en la mesa de mamá se come como en ninguna parte; de que el santo patrón de mi parroquia hace los milagros más detallados de la cristiandad y de que en la feria de mi real las muchachas bailan moviendo los tobillos con más gracia que en ninguna otra esquina del universo. Entender es salir de uno mismo. Dejar el claustro materno, el jardín, el fogón y la hoguera, arrostrar la nevada y el vendaval, abandonar la comodidad del hogar para enfrentarse a cielos desconocidos. Salir de casa siempre entraña peligro: porque uno puede descubrir, al conocer otros jardines y otras hogueras, que el fuego y las rosas son más cálidos en lugares que no puedo reclamar como propios. Que lo mío no es lo mejor, vaya. Y para entender, y para salir, lo primero es dominar la lengua de los caminos, la que no hablan en mi pueblo.

Consciente del atraso secular que aflige a nuestra región, la Junta de Andalucía se impuso, algunos años ha, la titánica tarea de convertir a nuestros hijos en bilingües. Así que decidió, de un plumazo, que a partir de ahora todos los niños recibirían, en todas las clases de todos los centros públicos, enseñanza en dos idiomas. Aparte, resolvió también que todos los niños de todas las escuelas serían cibernéticos y tendrían un ordenador para llevárselo a casa y pulsar las teclas y esas cosas, pero esa es otra historia. Cabe apreciar, a tenor de lo expuesto, que la Junta se distingue más por sus buenas intenciones que por su sentido de la perspectiva. El bilingüismo está muy bien, y está de rechupete implantarlo en los colegios y hacernos de una vez civilizados y adultos; la pega radica en anunciarlo a bombo y platillo, como el que anuncia que se acabaron los lunes o el mal aliento, y después no disponer de medios para alcanzar el reino de los cielos. Resulta que, según estimaciones varias, alrededor de 200 plazas de enseñanza bilingüe se han quedado sin cubrir este año en Andalucía: que, para entendernos, esos niños que presuntamente están aprendiendo inglés lo hacen de labios de personas, muy buenas y voluntariosas por otro lado, que prefieren señalar los platos a pedir la carta si visitan un restaurante de Picadilly Circus. Sé de buena tinta que esto del bilingüismo andaluz roza más el universo de los Morancos que el de las universidades suecas, y nada más lejos de mi intención que culpar de ello a los maestros de toda la vida que se han visto engullidos por el triunfalismo miope de la Junta. La culpa está clara: proclamar que vivimos en un país cosmopolita e informatizado que de aquí a poco ocupará el puesto que le corresponde en el escalafón de las naciones suena muy bien de cara a las urnas, aunque menos si miramos hacia otras partes. En particular, hacia esa nieve y ese viento que siguen soplando fuera de casa.

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