Barco en la tormenta
Han vuelto al lugar del que salieron hace algunos años. Vienen con la mirada más modesta. Llegan puntuales y no se agrupan en corrillos bulliciosos a las puertas del instituto. Esperan que toque el timbre y entran en las aulas sin regatear el tiempo de espera. Cuando el profesor aparece, ya tienen preparado el bloc, el bolígrafo y la mirada atenta.
La simple forma de ocupar el espacio nos da cuenta de las pequeñas historias de quienes lo habitan. En los centros escolares, los alumnos de la mañana son como un mar embravecido, cuyas olas inundan pasillos y escaleras, y su sonido es un bramido intermitente que te acompaña hasta el comienzo de la clase. Pisan fuerte, en territorio propio. Ocupan todo el espacio disponible, se llaman a voces desde lejos y componen verdaderas barricadas con las mochilas cargadas de libros, que transportan como soldados enviados a una alegre guerra. En contraposición, los alumnos de la tarde hablan en voz baja. Deambulan solitarios entre clase y clase. Ceden el paso, piden permiso con la mirada para abrir la puerta, la ventana, encender el ordenador o reclamar tu atención en clase. Son jóvenes todavía, pero hay, en casi todos, un aire de seriedad que les atraviesa.
Entre el bullicio de la mañana y la quietud de la tarde hay solo unos años de distancia, pero todo un abismo de experiencia.
Salieron de este centro o de otros similares cuando tenían dieciséis o diecisiete años. Se fueron atraídos por el canto de sirena de las ganancias fáciles, convencidos de que estudiar era perder el tiempo. Encontraron inmediatamente trabajo en talleres, oficinas o en empresas de la construcción. Trabajaban duro pero los fines de semana deslumbraban con sus coches relucientes y sus bolsillos repletos. Eran la envidia de sus antiguos compañeros de instituto que también se preguntaban si no era mejor colgar los libros y buscar ingresos que les permitieran comprar los brillantes objetos del deseo. Deslumbrados por el brillo del consumo, salieron del sistema educativo miles y miles de chicos ya que el negocio de la construcción era un mundo masculino. La historia del fracaso de las chicas -mucho menos numeroso- se suele escribir con letras de problemas familiares. Curiosamente, cuando se relatan las causas del enorme fracaso escolar de estos últimos años -especialmente en la baja cifra de estudiantes que acometían el segundo ciclo- nunca se habló de esta fiebre de ganancia que atravesó a toda la sociedad, ni de ese canto de sirenas que, a la puerta de los centros educativos, entonaba promesas de riqueza a los jóvenes que atravesaban sus puertas.
En cuatro o cinco años, estos jóvenes han vivido el éxito, la capacidad de consumo, la confianza en su destino para pasar, de forma brusca, al desconcierto, el descenso laboral o el paro. No cuentan nada de su experiencia vital. Es posible que se sientan derrotados, o al menos eso parecen decir con la mirada, pero creo que hace falta mucho valor, mucha determinación para volver donde empezaron; retomar los libros, cuando se ha perdido la vieja costumbre de estudiar y aceptar con modestia la incomodidad de este nuevo aprendizaje con sus jerarquías de tiempos, de liturgias y de exámenes.
No se han publicado los datos generales pero, al parecer, se han disparado las matrículas de mayores de dieciocho años en todos los ciclos educativos. Llegan alumnos de todos los lugares y sectores para obtener el título de ESO que, en su momento, no consideraron importante; para completar los ciclos formativos o terminar ese maldito bachiller que se quedó a medias. Tienen, en su mayoría, veintitantos años y un cierto aire de derrota, pero suponen una pequeña esperanza de futuro. Los veo redactar seriamente las preguntas del examen. Es de noche y la lluvia azota los cristales del aula. Por un momento me ha parecido estar en un barco que atraviesa heroicamente una tormenta.
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