César Graña, añorando Andalucía hasta la muerte
Peruano de nacimiento, estadounidense de pasaporte, en realidad era amante de Andalucía y novio de Sevilla
La Fundación Odón Betanzos, de Rociana, convoca cada año a un Encuentro de Poetas y Escritores del Entorno de Doñana. Hay que agradecerle que haya publicado como pieza separada del libro de los Encuentros un bello librito César Graña, añorando Andalucía hasta la muerte. César era un personaje que uno tiene la fortuna de encontrar una vez en la vida. Y cuando tomas consciencia de tal suerte, ya no te abandona la felicidad de su amistad. Dominaba en él un sentido irónico de la vida. Nunca le vi enfadarse, aunque sí enfadado, siempre por reacción a actitudes intolerantes de los demás. Son palabras de César: "El universalismo andaluz empieza con el sentido irónico de la vida. Por eso, Andalucía es inherentemente más tolerante de diversidades que una cultura basada en una definición doctrinaria esencialista". En una de sus últimas cartas describe el proyecto de estudio sobre Los toros y la decadencia española: "Empieza con una reconstrucción minuciosa de lo que llamaríamos la historia cultural del toreo; incluyendo el lenguaje ideológico en pro y en contra de él desde el siglo XVII. Propongo una tesis que contradice la convencional de la pasividad cultural española desde el Renacimiento y que arguye una gran creatividad cultural, pero al nivel popular, incluyendo la que yo llamo institución-reina de ese mundo, la corrida de toros. Habrá una detallada revisión de los mitos y leyendas taurinos -que van desde lo religioso a lo sexual- y de la literatura taurina: novela, teatro, ensayo, poesía. Y termino con la gran batalla intelectual del siglo XIX y principios del XX -con gran elenco de nombres literarios y próceres cívicos-, entre los que ven en el toreo la muestra más penosa, zafia y pseudobrillante de la decadencia española, y aquellos que lo elogian y exhiben como joya inefable del espíritu nacional. Todo esto no deja de lado una larga lista de escritores extranjeros: franceses, ingleses, norteamericanos, italianos y hasta griegos". Extraordinaria es la reflexión de andaluz universal como réplica a una carta mía anterior que yo había fechado 1 de abril de 1986 (la primavera en Sevilla). "Lo de primavera en Sevilla, que adjuntas entre paréntesis a la fecha de tu carta, revela unos relampagueos sádicos, sabiendo como sabes mis emociones. Mi nostalgia por Sevilla-Andalucía tiene dos modalidades. Una lírica, la otra clamorosa. Soy víctima de las hechuras anímicas (invento la expresión) de esta cultura". Estamos recordando a un amigo, que amó a Andalucía, a Sevilla con tanta intensidad, como declara el título del libro: Añorando a Andalucía hasta la muerte. No son conocidos algunos datos que reflejan la devoción por esta ciudad. César siempre anduvo preocupado, angustiado diría yo, por el patrimonio arquitectónico de Sevilla. De manera singular sus obsesiones se dirigían al edificio del Hospital de las Cinco Llagas, que él veía derrumbarse y me presionaba para que hiciera algo para salvarlo (hoy sede del Parlamento andaluz) y sobre todo a la calle Betis. Era un enamorado impenitente de aquella orilla del Guadalquivir. Siempre me decía: "Podríamos hacer una calle de librerías, galerías de arte, cafés antiguos. La rivé gauche empalidecería ante nuestra orilla del Betis". Concebimos un plan de lunáticos que estuvo a un palmo de hacerse realidad: proyectamos comprar una a una todas las casas de la calle Betis. Y puesto manos a la obra, César consiguió a unos millonarios locos dispuestos a invertir sus capitales en aquel romántico proyecto. Cuando se iba a constituir la sociedad, los ricos mecenas se volvieron atrás. Sevilla perdió una bella idea y César se dolió durante años. Otra empresa a la que me empujaba era la creación de una Cátedra de sabiduría popular, a la manera de Juan de Mairena. Tras elaborar el proyecto de un libro sobre la ciudad de Sevilla, ciudad mítica, concluyó que podríamos crear la Cátedra de Mairena. La forma del ser en César no resulta fácil de captar a través de las palabras. Se interesaba por todo, pero no se le notaba. Aún en los debates de más profundo calado intelectual, César permanecía relajado, como en una conversación sencilla. César practicaba con total naturalidad los ejercicios que son pruebas contra el cáncer del tiempo: la sinceridad, el amor, la amistad, los libros. César era andaluz, su pasión le delata, además de la filiación de su abuelo, de Sanlúcar de Barrameda; era peruano, allí nació; y norteamericano, desarrolló su vida académica e intelectual en aquel país desde su juventud. César era amante de Andalucía y novio de Sevilla, Chiclana y El Puerto. Lo mismo arrastraba a una troupe de yanquis hasta Morón, para escuchar la guitarra de Diego del Gastor, que se encandilaba con la interpretación de la Romería del Rocío. Algunos descubrimientos de aquella devoción no puedo revelarlos, pues me pidió secreto. Hermano de la Cofradía de los Gitanos, ¡qué preocupación aquel día que fuimos a San Román para hacerle cofrade! Le atormentaba que no hubiera capirote para su voluminosa cabeza. César era un personaje singular, incatalogable. "Soy uno de esos", decía, "para quienes lo superfluo es una necesidad. Me gustan las cosas y las personas en razón inversa a los servicios que pueden proporcionarme". Era como Juan Gil Albert, para quien lo contrario del lujo no era la pobreza sino la vulgaridad. César era un puritano voluptuoso, como Albert Camus, como algunos de nosotros. Un puritano enamorado de Sevilla. Un hombre culto, sensible, bueno. Sociólogo del arte y la literatura, de una lucidez brillante. Y popular al mismo tiempo. En su tumba pueden leerse dos textos definitorios. La copla flamenca: Vente conmigo vente conmigo y a tu madre le dices que soy tu primo. Y unos versos de un blues: I was born at midnight by morning I could walk (Nací a medianoche por la mañana ya pude caminar). En el libro, los autores (Juan Carlos González Franco y Michael Murphy) nos explican el trágico final de César. Describiendo un círculo, su periplo vital, que partió con sus ancestros de Andalucía, terminaría en Andalucía, un cálido 22 de agosto de 1986, en un trágico accidente de coche en la carretera Sevilla-Cádiz, cuando regresaba de una corrida de toros de El Puerto de Santa María. A los cuatro días, fue enterrado tal como él mismo había imaginado y, en cierto modo, predicho, al ingresar, como hermano, en la Cofradía de los Gitanos: "Los gitanos deben enterrarme", así habló entonces a su mujer y así sucedió, como un augurio, dieciséis años después. Fue amortajado con el hábito de cofrade y sepultado, no en cualquier sitio, sino en el epicentro de esa Andalucía del más allá que es el cementerio de San Fernando de Sevilla, donde, para su contento, podría seguir en coloquio eterno con los toreros, los cantaores y los artistas que tanto admiró: Joselito, Belmonte, la Niña de los Peines..., y a los que tanto visitara en vida. Allí lo condujo una comitiva gitana desde la iglesia de San Román, a compás de soleares y bulerías. Las coplas de su infancia también sonaron el día de su muerte. Estaba escrito, así pudo, por fin, reposando para siempre en la calle Virgen del Rocío número 36, del cementerio hispalense (otra vez El Rocío), dejar de ser un desterrado. El amor y la muerte cerraron al fin su círculo ritual en la tierra que más amó. En su entierro, rodeado de su familia y sus amigos, dejándose envolver por los cantes gitanos que surgieron de las entrañas de aquellos amigos gitanos me asaltaron pensamientos fugaces. Me di cuenta de que las personas no están realmente muertas hasta que se las siente como muertas. Me hizo recordar que todos hemos de morir, que las relaciones personales que forman el entramado de nuestra vida son temporales. Yo tenía la impresión, hasta entonces, de que la muerte seleccionaba a las personas. Quizás sea una influencia de la lectura de novelas, en las que el protagonista habla hasta el final. Empecé a pensar, de verdad, que la muerte no perdona a nadie. La añoranza se apoderó de mí. La sombra de la sombra de un sueño se proyectó sobre los hechos cotidianos, diarios, y objetos y situaciones nunca observados con aquella atención parecieron transformarse en mensajes de otro mundo, de otra realidad. Ya en el siglo XVIII William Hazlitt describió a seres como César: "Existen unos pocos seres superiores y felices que nacen con un temperamento libre de cualquier irritación por cosas insignificantes. Estos espíritus se sienten serenos y sonrientes como en su cielo innato y una divina armonía (se oiga o no) suena a su alrededor. Estos es para estar en paz. Inútil es huir a los desiertos o construirse una ermita encima de las rocas si el remordimiento y el mal humor hasta allí nos persiguen; y si tenemos esa paz, no nos hace falta hacer tales experimentos. El único retiro verdadero es del corazón: el único descanso verdadero es el reposo de las pasiones. A tales personas poca diferencia les hacer ser jóvenes o viejas; y mueren como han vivido, con una resignación elegante". Si es que mueren verdaderamente. En una carta a Regino Sainz de la Maza, Federico García Lorca confiesa que: "... Ahora he descubierto una cosa terrible (no se lo digas a nadie). Yo no he nacido todavía. El otro día observaba atentamente mi pasado (estaba sentado en la poltrona de mi abuelo) y ninguna de las horas muertas me pertenecía porque no era Yo el que las había vivido, ni las horas de amor, ni las horas de odio, ni las horas de inspiración. (....) Fue ese momento un momento terrible de miedo, mi mamá Doña Muerte me había dado la llave del tiempo, y por un instante lo comprendí todo. Yo vivo de prestado, lo que tengo dentro no es mío, veremos a ver si nazco...". Yo espero, con sus amigos, ver nacer de nuevo a César Graña.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.