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Reportaje:Moda

El influjo que no cesa

Invencible en su 50º aniversario, el icono de 'Desayuno con diamantes' aún determina el estilo de nuestro tiempo

Carmen Mañana

Es el póster en la habitación de cuatro generaciones de adolescentes, un símbolo de elegancia y exquisitez que no ha pasado de moda ni un solo segundo a lo largo de medio siglo de vida. Es la prostituta que, tras una noche de trabajo, ve su imagen reflejada en el escaparate de una joyería, metáfora neoyorquina de Galatea transformada. Con su vestido negro y su café en la mano, Holly Golightly convirtió a Audrey Hepburn, la actriz que le dio vida, en el icono más vendido y explotado del cine, "por encima incluso de Marilyn Monroe en La tentación vive arriba, que soportó mucho peor el paso del tiempo".

Así lo asegura Juan Tejero, autor de Audrey Hepburn, una princesa en la corte de Hollywood (Bookland) y así lo prueban los 50 años como referente estético que acaba de cumplir Desayuno con diamantes, la película que creó el mito.

"Audrey no se creía guapa. Era sencilla y pura", dice su amiga Aline Griffith

Un fenómeno único en su especie, ya que no ha perdido ni un ápice de sofisticación pese a ser devorado por la cultura de masas. Holly-Audrey ha sido reproducida hasta la saciedad en tazas, cortinas de ducha, encendedores y alfombras rojas. Pero ni la sobrexposición ha podido con ella.

El vestuario que Hubert Givenchy diseñó para la cinta le aseguró un hueco influyente en la historia de la moda. En las colecciones de este otoño/invierno, una vez más, se reproducen los diseños llamados a emular un estilo refinado y a la vez ingenuo. Se oyen los ecos de su vestido negro en los trajes de Stella McCartney, que reproducen sobre el cuerpo la sinuosa curva de aquel cartel. Su exagerado collar de perlas y diamantes preside la contemporánea obsesión por la bisutería teatral. Y los conjuntos de día con los que enamora a su vecino son todavía responsables de una fiebre por las bailarinas, las gabardinas y los pantalones capri que parece no agotar jamás su fuelle.

Pero la verdadera clave de su éxito, residió, según Tejero, en la personalidad de la propia Hepburn. "Su estilo se adapta a todos los tiempos y gustos, resulta admirable sin despertar envidias entre las mujeres ni ser amenazante para los hombres". Una perfección ma non tropo que Manuel Pertegaz, el único modisto español junto a Balenciaga que la vistió, confirma vía correo electrónico: "No era sexy, ni tenía aspecto de actriz, era suave y de gestos aniñados. Una mujer exquisita, con mucha clase y muy educada. Además, tenía unos huesos maravillosos".

Era excepcional, pero no irreal. Lejos de representar un modelo inalcanzable, como hicieron y hacen otras actrices, Hepburn encarnó, desde su papel en Sabrina, el auténtico mito de Pigmalión, la promesa de que cualquier mujer podría transformarse en una versión mejorada de sí misma.

Según apunta Tejero, fue el primer marido de Hepburn, Mel Ferrer, quien quiso convertirla en el icono de la sofisticación de los años sesenta. Guiada por él, Hepburn potenció su identificación con el público general. "Mi aspecto es accesible. Las mujeres pueden parecerse a mi alborotándose el pelo, comprándose las grandes gafas de sol y los vestidos sin mangas", decía la actriz, tal y como recoge el libro Cómo ser adorable, según Audrey Hepburn (Vergara).

La artista proyectaba un modelo de belleza natural, revelada, que no imitada. Sin artificios. Una imagen con un fondo real, casi todo el tiempo. "Audrey no tenía ninguna pretensión, no se creía guapa, ni nada especial, era sencilla y pura", cuenta Aline Griffith, una de sus mejores amigas. Los secretos de su elegancia eran parcos: "No mezclaba estampados ni colores, y llevaba siempre guantes blancos y sombrero", enumera al otro lado del teléfono la condesa de Romanones, quien en su novela El fin de una era (Ediciones B) recopila múltiples anécdotas sobre Hepburn.

Aunque no todo en su estilosa persona brotaba sin esfuerzo. Era "extremadamente delgada" y atribuía su escueta figura al hambre que sufrió durante su infancia en la Holanda de la II Guerra Mundial. Una verdad a medias. "Nos hacíamos bromas sobre el poco pecho que tenía. Ella era consciente como yo de que para que la ropa te quedase bien debías estar muy flaca. Y compartía trucos conmigo. Decía que la mejor forma de no tener hambre era tomar un gran vaso de agua 20 minutos antes de comer y así se te quitaba el apetito", recuerda Griffith. Una trampa entre tanta pureza. Nada que la descienda de los altares estilísticos ni de las paredes de las habitaciones adolescentes.

MARCOS BALFAGÓN

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