kevincostner de jesús
Fue hace veinte años. Recuerdo que la madre de un amigo mío creía que en las ecografías no sólo se veía el sexo del bebé sino también el nombre; la anciana llevaba su parte de razón, ese empecinamiento de los progres por llamar a los niños Pablo y a las niñas María, tenía que responder a un impulso genético. Por otra parte, en algunas comunidades, la gente rebuscaba en el baúl de las identidades y los nombres supuestamente propios del lugar inundaron las guarderías. Y los pijos, sobre todo en Madrid, siguieron fieles a la rancia tradición de atizarle a su descendencia nombres de sonoridad medieval y pasean por Claudio Coello a Mencías o Rodrigos; unos bebés que, sin llegar a darte tanto susto como el de La semilla del diablo, te despiertan un respeto imponente cuando te miran desde el cochecito con esos ojos del notario que acabarán siendo.
Han pasado veinte años y de Kevincostner ni rastro. Pero sí de las Vanessas. Benditas sean
En aquella época, surge de pronto un grupo social que se sale de la plantilla. Una serie de padres, pertenecientes a las clases populares, intentan elevar el caché de sus hijos bautizándolos como Vanessas, Jonathanes, Jessicas, Melodies (como la niña secuestrada de Nakachian), etcétera. Progres, pijos e identitarios nos reíamos a mandíbula batiente de dicha tendencia: "¡Hay que ser hortera!". Hay quien aseguraba que había visto en la Caleta de Cádiz a una madre llamando a gritos a un tal Kevincostner de Jesús. A esa madre la vio media España. Han pasado veinte años y de Kevincostner ni rastro. Pero sí de las Vanessas. Una, que tanto se reía, las va encontrando de peluqueras, arquitectas o jefas de cultura. Benditas sean. Sólo desearía que nuestra educación pública favoreciera la igualdad de tal manera que un Kevincostner pueda acabar de presidente del Gobierno. Por ejemplo. Entonces sí que se cumpliría aquello que dijo Zapatero de que presidente puede serlo cualquiera.
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