Crowley, el amigo del diablo
Las pinturas del perverso ocultista muestran otro lado de su turbulenta vida
Este verano, las pinturas de Aleister Crowley se han colgado en prestigiosos espacios parisienses, el Centro Pompidou y el nuevo Palais de Tokio. Todo un reconocimiento para un amateur que, en su tiempo, exponía sin vender un cuadro. Cierto que, entonces y hoy, todo lo que rodea a Crowley está contaminado por su turbia fama: un mago bisexual, un drogadicto, el fundador de una secta, un dinamitero de convenciones sociales, un explotador de gente crédula.
En España, se acaba de volver a lanzar La Gran Bestia. Vida de Aleister Crowley (Siruela), monumental volumen -con erudita traducción del profesor Javier Martín Lalanda- de John Symonds, que trató a Crowley en sus meses finales y se convirtió en su albacea. Este biógrafo es un moralista de derechas que no se priva de vituperar al objeto de su estudio, a la vez que parece aceptar que su fundamental Libro de la Ley fue dictado por Aiwaz, un diabólico ángel de la guarda.
Dejó tras de sí un rastro de desastres humanos: suicidios, alcoholismo, locura, ruina
A lo largo de su agitada vida (Warwickshire, Reino Unido, 1875- Sussex, 1947), Crowley osciló entre la búsqueda del escándalo y la necesidad de mantener cierta discreción -sus andanzas universitarias coincidieron con la condena a la cárcel de Oscar Wilde- y el misterio respecto a su organización. Conectó con los flecos más inquietos de la masonería (la Orden Hermética del Amanecer Dorado) y supuestos continuadores de los templarios (la Ordo Templi Orientis). Creó la Estrella de Plata, que prosperó gracias a la extensión de la teosofía, los rosacruces, el psicoanálisis, el nihilismo, el darwinismo. Se hacía llamar Maestro Terión, Perdurabo, Bafonet y, naturalmente, La Gran Bestia.
Su optimismo era una forma de hipnosis. Consultaba a diario el I Ching pero, demuestra Symonds, sus decisiones poco tenían que ver con las respuestas. Alentaba la publicidad sobre su persona, incluso cuando el establishment le consideraba un paria, que mordía a las señoras (el "beso de la serpiente") y defecaba en las alfombras. Convocó un premio al mejor ensayo sobre su obra, que otorgó a un militar. Escribió libros por docenas. No corregía, y muchos de sus textos resultan francamente intragables.
Se podría afirmar que pinchó en todo lo que intentó. No llegó a gran maestro del ajedrez, fracasó en su ascensión al K2 y demostró incapacidad para dirigir su magno experimento, la abadía de Thelema en Sicilia, una comuna pobremente dotada que languideció cuando se le expulsó de Italia. Durante tres años, las autoridades fascistas fueron tolerantes: entre otros sucesos, allí murió una hija suya y un discípulo británico. Muchas personalidades que entraron en la órbita de Crowley le negaron posteriormente, desde Tom Driberg, factótum del Partido Laborista, a L. Ron Hubbard, posterior empresario de la iglesia de la Cienciología.
Su vida personal sí fue un triunfo. Materializó su lema de "Haz lo que quieras" con asombroso descaro. Hijo de un empresario cervecero, nunca tuvo un trabajo convencional. Sus últimas décadas fueron afanosas en la búsqueda de mirlos blancos, de cualquier sexo, que le acompañaran en sus ritos eróticos y le subvencionaran un tren de vida que incluía la bebida de calidad, los buenos habanos, la comida de primera, más enormes dosis de heroína y todas las drogas conocidas (y otras exóticas, como el anhalonium, extraído del peyote).
Se acostumbró a vivir a salto de mata. Y se metía en aventuras asombrosas, incluso para un señorito calavera: participó a principios del siglo XX en una conspiración carlista, lo que permitió ostentar un nebuloso título de caballero. Pasó la Primera Guerra Mundial en Estados Unidos, escribiendo propaganda antibritánica para los alemanes; alegó luego que era un agente doble al señalar lo disparatado de sus actos, como proclamar la República de Irlanda en una motora que llevó hasta la Estatua de la Libertad, en compañía de unas cuantas putas.
En 1930, fingió su suicidio en la costa de Portugal, con la complicidad de un entusiasmado Fernando Pessoa. Contempló impertérrito en Alemania la ascensión de Hitler, a pesar de que allí tenía seguidores que terminaron en manos de la Gestapo. Su antisemitismo era una opción interesada: consideraba que no pagar por bienes y servicios equivalía a "negar el espíritu judío que ha corrompido el alma de la humanidad".
Aunque pretendía triturar los valores religiosos y morales de la era victoriana, manifestaba una altivez imperialista que le permitía superar las circunstancias más peligrosas: maltrataba a coolies chinos, mató a unos delincuentes que le asaltaron en Calcuta, recurrió sin complejos a "negras y moros" para el sexo. Su audacia era una mezcla de inconsciencia y carencia de inhibiciones.
Dejó tras de sí un rastro de desastres humanos: suicidios, alcoholismo, locura, ruina. Abandonaba a sus "mujeres escarlata" y a sus alumnos cuando ya no eran útiles. Conmueven las cartas de sus concubinas de Thelema, reducidas a la indigencia pero dispuestas a conseguirle drogas o nuevos discípulos. Su mundo se hundía pero él seguía adelante, tomando nota detallada de sus coitos, sus granos de heroína, sus dolencias, las donaciones que nunca eran suficientes. Murió en una modesta casa de huéspedes, en Sussex, a los 72 años. Según una versión, sus últimas palabras fueron: "A veces me odio a mí mismo". Le incineraron en Brighton y provocó su última polémica. Un adepto recitó su Himno a Pan; las autoridades municipales prometieron que nunca más permitirían que se escucharan versos paganos en su capilla. Hoy le habrían montado un parque temático.
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