ADIÓS AL HOMBRE BIÓNICO
En pocos años se están haciendo realidad quimeras que se consideraban irrealizables. Esta serie explora algunas de las investigaciones que cambiarán el futuro del mundo
Todos lo tienen ya muy claro: este siglo que acaba de comenzar será sin duda el de las ciencias de la vida. La revolución de la biología nos va a dar por primera vez la posibilidad de crear nuevos seres en el laboratorio que trabajen para nosotros y hasta de rediseñar nuestro propio cuerpo. El que vamos a emprender ahora es un viaje por las fronteras de la ciencia, allá donde la ola del futuro rompe con el presente y la ciencia-ficción se convierte en realidad. Será también un viaje al interior de nuestro cuerpo y de nuestro cerebro. Vamos a ver cómo la ingeniería de tejidos prepara las herramientas para crear y reparar órganos, cómo los biólogos crean animales capaces de producir energía y medicamentos para nosotros y cómo los neurocientíficos no sólo son capaces de leer lo que ocurre en nuestro cerebro, sino de modificar nuestro pensamiento. Y vamos a hacerles preguntas de largo alcance: ¿cómo será nuestro cuerpo dentro de 200 años? ¿Es inevitable que envejezcamos? ¿Hasta cuánto podemos vivir?
La imagen de J. F. Sebastian removiendo ojos fabricados en laboratorio ya no es sólo una de las más memorables escenas de 'blade runner'. Es una posibilidad cierta, aunque seguramente aún lejana
Va a ser un viaje intenso, a veces inquietante, pero no teman. Será soportable. Vamos a viajar por las fronteras de las ciencias de la vida por el puro placer de saber y para conocer qué se cuece en los laboratorios que están diseñando nuestro futuro. Empezando por el lugar que acumula la mayor concentración de excelencia, talento, materia gris y conocimiento científico de todo el mundo. Cuatro paradas de metro: en apenas cuatro paradas de la línea roja del metro que une Boston y Cambridge podemos recorrer el hospital general de Massachusetts, el mítico Instituto Tecnológico de Massachusetts y la prestigiosa Universidad de Harvard. ¿Por qué se concentra en ellos tanta excelencia? Lean y verán.
Pero antes de comenzar el recorrido y coger velocidad, miremos un momento por el retrovisor. El pasado 25 de julio, Louise Brown, el primer bebé probeta del mundo, cumplió 30 años. ¿Recuerdan aquella noticia? Fue una bomba que abrió un intenso debate. Sólo unos años antes, la posibilidad de concebir fuera del útero era ciencia-ficción. Y, sin embargo, desde entonces no sólo ha sido posible crear embriones en la probeta, sino congelarlos y descongelarlos, y cosas tan impensables como que una abuela dé a luz a su nieta, una mujer pueda alquilar su útero al hijo de otra, o que cualquiera pueda recurrir a un banco de semen para ser madre. Más de tres millones de niños han nacido ya gracias a unas técnicas que hoy nos parecen de lo más normal.
Ninguna tecnología que haya sido inventada se ha dejado de utilizar. Hasta hace muy poco, en la frontera de la medicina con la ciencia-ficción aparecía un humano recompuesto con metales y tornillos. Humanos como los de Star Wars. Pero la medicina regenerativa puede dejar en la cuneta al hombre biónico. Adiós a los órganos metálicos que tan difícil ensamblaje tienen con la viscosa, caliente y misteriosa estructura de nuestros tejidos blandos. Ni de titanio ni de poliuretano. La ingeniería de tejidos promete construirnos corazones, hígados, páncreas, cualquier órgano, a partir de las células de nuestro propio cuerpo. ¿Ciencia-ficción? Hace sólo 10 años hubiéramos dicho que sí; ahora, no.
En los laboratorios del Center for Cardiovascular Repair de Massachusetts laten corazones totalmente construidos en el laboratorio. Podríamos decir que son todavía sólo un prototipo, pero ahí están. Este que vemos es un corazón pequeño, rosáceo y húmedo, como si acabara de salir del pecho. Sobrecoge ver la fragilidad de sus tejidos nuevos, recién formados, pegados al frío metal de los tubos. Pero late. Regular y rítmicamente. Sólo 24 horas antes de empezar a latir apenas era una blanquecina bolsa arrugada, inerte, lo que quedaba de un corazón extraído de una rata. Lo habían sumergido en una solución química que había disuelto todas las células del tejido cardiaco. Parecía una vejiga seca. Sobre esa estructura depositaron los científicos células madre cardiacas cultivadas en el laboratorio. Y esas células crecieron, se agruparon y ¡oh, sorpresa! comenzaron a latir juntas, acompasadamente.
¿Será verdad que la forma crea el órgano? En biología del desarrollo parece claro que la forma y función están vinculadas por reglas que los científicos tratan aún de descifrar. En el torreón de esta nueva frontera de la ciencia vemos a una mujer enérgica, Doris Taylor, acompañada de un entusiasta equipo en el que sobresale un joven clínico, Herald Hott. De hablar pausado, parece un MIR en plena guardia de 24 horas. Desde que hace unos meses comunicaron en Nature este gran avance; todos los ojos están puestos en su trabajo.
No es todavía un corazón completo, pero el primer paso está dado. Construir órganos humanos a partir de células humanas no parece ya una quimera. Es sólo cuestión de tiempo y supone un cambio de paradigma, algo que en ciencia ocurre con cierta frecuencia. Diferentes equipos avanzan por diferentes vías hacia un mismo objetivo, pero, de repente, uno de ellos encuentra un atajo. Atrás quedan los ingentes esfuerzos para conseguir un corazón artificial mecánico. Cuando en 1982 se habló del primer implante de corazón artificial, mucha gente se estremeció. La expresión, entre esperanzada y perpleja, del dentista Barney Clark en su cama de resucitado indicaba que se había conseguido un hito, pero aquello no era un corazón artificial, era un complejo entramado de máquinas y cables que ocupaba toda una habitación.
Desde aquel Jarvik 7, sin embargo, se ha trabajado mucho. El Jarvik 2.000 desarrollado por el Texas Heart Institute apenas pesa 85 gramos y mide 2,5 - 5,5 centímetros. Es un pequeño artilugio que se implanta en el ventrículo izquierdo y bombea sangre a razón de cinco litros por minuto. Sigue necesitando una fuente externa de energía y hace un ruido bastante desagradable, pero el corazón mecánico está salvando vidas y salvará todavía muchas antes de que el corazón bioartificial, construido con células del propio organismo, pueda hacerlo. Sin embargo, la ingeniería de tejidos emerge ahora como la gran alternativa. La imagen del entrañable J. F. Sebastian removiendo ojos fabricados en el laboratorio y conservados en un líquido de cultivo no es ya sólo una de las más memorables escenas de la película Blade runner. Es una posibilidad cierta, aunque seguramente aún lejana.
-Aquí tocas el futuro con la mano. En realidad, es el futuro el que te viene a buscar.
Quien así habla es una mujer de 35 años llena de pasión por la ciencia. Mercè Balcells trabaja en el programa Health Sciences and Tecnology que desarrollan la Facultad de Medicina de Harvard y el MIT. Nos encontramos en la cafetería del edificio Stata y nos cuenta que llegó en 1999 para un año, y ahí sigue. Trabaja en ingeniería de tejidos. Lo más curioso es que cuando llegó no había visto nunca una célula humana. Se había licenciado en Química Orgánica en el Instituto Químico de Sarrià en Barcelona y se había doctorado en Biomateriales en Alemania.
-¿En qué trabaja exactamente?
-Intentamos crear estructuras y materiales de soporte para construir órganos. Tratamos de averiguar cómo la forma influye en la función celular. Las células de nuestro cuerpo "sienten" a través de receptores o señales aún desconocidas, estímulos mecánicos que traducen en funciones químicas y biológicas. Hemos visto que si cambias los parámetros físicos, el soporte, las células se comportan de forma diferente.
-¿Por ejemplo?
-Por ejemplo, si ponemos células endoteliales en una placa de cultivo y las observamos al microscopio, vemos que forman un adoquinado. Si variamos las condiciones y hacemos pasar un fluido por encima en una dirección, cambian la forma y la disposición: se alinean en la dirección del fluido, como para evitar el rozamiento. ¿Quién les ha dicho que tienen que alinearse?
Quedo con mi compañera Ester Riu, colaboradora de EL PAÍS en Boston, en la Harvard Library Co. Está en plena Harvard Square, que viene a ser el centro vital de Cambridge porque desde ella se accede al campus de la vetusta universidad. Nada más entrar encontramos el primer indicador de por qué esta universidad es tan importante. Una gran estantería muestra las últimas novedades producidas en el campus, los libros que han editado sus profesores e investigadores. Títulos interesantes como para llenar un carrito de la compra. Un poco más allá, otra estantería no menos interesante muestra los best seller, los libros más leídos en Harvard. Y entre ellos sobresale uno de edición sumamente cuidada. Se titula The Last Lecture, lleva vendidos más de tres millones de ejemplares y está escrito por Randy Pausch, un profesor de ciencias computacionales de la Universidad Carnegie Mellow, de 47 años.
La primera frase es demoledora: "Tengo un problema de ingeniería. A pesar de que la mayor parte de mí está en excelente forma física, tengo 10 tumores en mi hígado y sólo me quedan unos meses de vida". Como ustedes saben, muchas universidades americanas cierran el curso con una last lecture, una última lección reflexiva que suele impartir algún eminente profesor. Cuando su universidad le encargó a Randy Pausch esta conferencia, no sabía que iba a ser, realmente, la última. Poco antes, en 2006, le habían diagnosticado un cáncer de páncreas que creía estar superando, pero después del encargo supo que se había extendido. Iba a morir, pero Randy Pausch no quiso hablar de la muerte y convirtió su last lecture en un alegato a favor de la vida. Anoten este título. Acaba de editarse en castellano.
Cuando ya llevaba varios capítulos, pensaba, la biomedicina avanza, ciertamente, pero para muchos llega demasiado tarde. Un día se inventa la penicilina y la gente deja de morir de infecciones comunes, pero ¿cuánta gente murió de pulmonía el día antes de que la penicilina salvara la primera vida? ¿Y cuántas al día siguiente? ¿Y al año siguiente? Por si el MIT se nos había subido a la cabeza, ahí estaba Randy Pausch, despidiéndose de la ciencia con esta frase: "No podemos cambiar las cartas que nos han sido dadas, pero sí podemos jugar la partida".
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