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Columna
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Mi querida mamá

David Trueba

Tengo un amigo que detesta a su madre. Es una lástima que no trabaje en el cine porque si le dieran un Goya saldría a poner a parir a su madre por darle conservas caducadas y vejar a sus novias pero la gala ganaría en intensidad. La fiesta del domingo fue llevada con maestría por Andreu Buenafuente. Hubo belleza, simpatía, reencuentros y ese tesoro llamado Rosa María Sardá. Juntos en duelo utilizaron un arma en desuso, el sentido del humor. Buenafuente arrancó perfecto: "Como hoy era el Día de los Enamorados, yo no tenía nada que hacer". Pero los premiados, en efecto dominó, se sintieron obligados a dedicar las palabras de agradecimiento a las madres y los padres, abuelos, parejas, hijos, algún tío o sobrino, o personas muy cercanas sin consanguinidad a las que se referían por el nombre de pila, Enriqueta, Saturnino, Rosario, Pili. Los perdedores se retorcían en la butaca pensando en sus madres agraviadas por la derrota: "No voy a poder nombrar a la mía. Ni a mi abuelo fallecido. Mi mujer me matará al volver a casa".

Queda claro que los del cine queremos a nuestras madres más que nadie. Vergüenza le debería dar a los demás profesionales no acordarse de ellas a cada rato. Todo periodista tendría que empezar el artículo diciendo que adora a su madre. También Zapatero tendría que arrancar los discursos parlamentarios dejando claro que el amor por su madre está por encima de la crisis. Y en la contrarréplica cualquier diputado, incluidos los huérfanos de grupo parlamentario, tendrían a su vez que puntualizar que ellos, a sus madres, también las aman. Cuando se va a un lugar público ya hay que salir de casa con el cariño confirmado a la madre, a la pareja y a los niños. Si te entran dudas a mitad de jornada les das un telefonazo. Pues como muestra Amenábar en su película, el ágora es un espacio público donde las creencias e intimidades han de mantenerse fuera, para permitir que florezca el conocimiento sin pasiones ni supersticiones. La explosión de cariños privados en escenarios públicos procede de una perversión de los programas del corazón donde se impone sacar a pasear los sentimientos como si fuera un defecto preservarlos para la vida íntima.

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