Terrorista
Bergman nos reveló hace muchos años que en el supuesto paraíso que encarnaba la civilizada y razonable Suecia había mucha gente con el alma enferma. Las novelas de Henning Mankell añadieron a esa convicción que la oscuridad provoca monstruos, psicópatas con aficiones homicidas, corrupción nativa y foránea en un terreno abonado, venganzas retorcidas. El inspector Kurt Walander desplegaba su capacidad analítica, su tenacidad, su profesionalidad, su sentido moral, para bucear en universos muy turbios. Está relativamente solo en una geografía de luz mortecina, atiborrado de cafeína, insomne resignado, en un ambiente que huele a depresión. Tiene un padre con alzhéimer agresivo, una hija lesbiana e infeliz con la que prevalece el desencuentro, una novia lejana con la que casi siempre se frustran las citas. Este antihéroe tan creíble, irrenunciablemente honesto, que no ha perdido la capacidad de horrorizarse a pesar de su cotidiana familiaridad con el mal, una vez se cargó a un asesino en defensa propia, pero su abatimiento, regado por alcohol desolado, sentimiento de culpa y soledad extrema, casi le destruye.
No puedo imaginar que Maigret es el álter ego de Simenon. Tampoco identifico la apariencia del sufrido cornudo Georges Smiley con el rostro patricio de John Le Carré. Pero tengo muy claro en mi imaginación que Wallander se parece mucho a su creador.
Que tantos lectores nos sintamos tan fascinados con las tristes aventuras de ese desconcertado y lacónico humanista asegura una felicidad perdurable para las cuentas bancarias de Mankell. Me alegro. Aunque haya jubilado a Wallander, sabes que puede dedicar el resto de su existencia a mirar las nubes sin que su estómago sufra. Pero resulta que el muy insensato, el tonto útil, el manipulado compañero de viaje, según el veredicto del siempre impune Sion, de esos demócratas con ganas de aplicar la solución final a los impresentables y fundamentalistas moradores de Gaza, es un terrorista con armas ocultas dispuesto a cargarse al bastión del mundo libre. Eran tan sofisticadas como una tenebrosa navaja de afeitar. Otra vez todos salvados por la reactualización de la metodología hitleriana. Y no pasa nada. Como mucho, Obama se lamentará de que hayan fallado las formas.
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