Monstruos enfermitos
El cine nos ha mentido en el desenlace que le espera a los grandes villanos, casi siempre más atractivos que los buenos. Contradicen a la vida en que estos acaban perdiendo y rindiendo cuentas por sus desmanes, pero es más rentable convencer al espectador de que el mal no tiene futuro. En las películas esos arrogantes monstruos acostumbran a luchar hasta el final, aúllan cuando están definitivamente acorralados, no suplican perdón, se autoinmolan, mueren matando, son consecuentes con su tenebrosa naturaleza.
Pero ocurre que en la existencia real los miembros más cualificados de la historia de la infamia suelen llegar a viejos, mueren en su camita y rodeados de honores, el pueblo llora en su velatorio, las necrológicas exaltan la grandeza moral de los eternamente empeñados en salvar a la patria, sus familiares y descendientes serán ricos a perpetuidad ya que los tiranos compaginan con naturalidad los ideales metafísicos con los negocietes terrenales.
En algunos benditos casos no les da tiempo a ponerse enfermitos cuando los vengadores les trincan. Hitler hace algo tan lógico como tragarse el cianuro. A Mussolini le fusilan y después le linchan. Hay que hacer muchos méritos para lograr tal concentración de odio. De vez en cuando se une la justicia poética a la justicia de los comprensibles bárbaros.
Pero en general abundan los asesinos llorones. La excelente salud que debió gozar Pinochet para ejecutar la tortura y el exterminio de tanta gente indefenso se torna en gimoteante enfermedad y senectud cuando por fin hay oportunidad de juzgarlo. El carnicero Mladic, tan alérgico a la compasión con mujeres y niños, también se declara canceroso para demorar o evitar su juicio público. Ellos, tan machos, implacables y patriotas. Sus chantajistas trolas hubieran merecido que se ensañara lentamente con ellos esa enfermedad que no puede desearse a nadie.
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